capitulo 3

El lunes por la mañana, Valeria llegó a la oficina con el corazón dividido. Aún podía sentir la calidez de la mirada de Gabriel en la galería, la manera en que sus palabras dulces habían sanado parte de sus heridas. Pero al mismo tiempo, el recuerdo de Alexander seguía persiguiéndola como una sombra oscura que no podía apartar.

Apenas se sentó frente a su escritorio, escuchó esa voz grave que la hacía temblar de rabia y nervios.

—Señorita Torres. En mi oficina. Ahora.

Las miradas de sus compañeros se alzaron de inmediato, pero todos fingieron volver a sus tareas. Sabían que nadie podía escapar de las órdenes de Alexander Montes.

Con pasos firmes, aunque el corazón le latía con fuerza, Valeria entró a su despacho. La puerta se cerró tras ella, aislándola en ese mundo de mármol, vidrio y poder.

Alexander estaba de pie, junto a la ventana. La luz del sol recortaba la silueta de su traje negro. Cruzó los brazos y la miró con esos ojos oscuros que parecían atravesarlo todo.

—Me dijeron que estuviste en una galería el fin de semana —comenzó, sin preámbulos.

Valeria frunció el ceño.

—¿Y eso qué tiene de malo?

Él sonrió con arrogancia, esa mueca que tanto la enfurecía.

—Nada… salvo que me sorprende que alguien como tú pierda el tiempo en cosas tan… elevadas.

—¿Alguien como yo? —repitió ella, apretando los dientes.

Alexander dio un paso hacia ella. Su voz bajó, pero cada palabra fue como un veneno.

—Una mujer tan normal. Tan básica. Una empleada más entre cientos. No eres especial, Valeria. Nunca lo fuiste.

Las palabras la golpearon como cuchillas. Sintió la garganta cerrarse, pero se negó a mostrar debilidad.

—Entonces, ¿por qué le importa tanto lo que hago fuera de aquí? —respondió con rabia contenida.

Por un instante, la máscara de Alexander se quebró. Sus ojos ardieron con algo que no quiso nombrar.

—Porque, aunque seas normal, aunque seas insignificante… —se inclinó apenas, tan cerca que Valeria pudo sentir su respiración— no puedo sacarte de mi cabeza.

El silencio fue brutal. Valeria retrocedió un paso, con el corazón desbocado. Odiaba lo que él acababa de confesar, pero al mismo tiempo una parte de ella ardía con un deseo que no quería aceptar.

—No soy su propiedad —murmuró, con la voz temblorosa pero firme.

—Y sin embargo… —Alexander sonrió con esa soberbia que lo caracterizaba— ya estás aquí, en mi oficina, discutiendo conmigo en lugar de escapar.

Valeria apretó los puños. Quería gritarle, golpearlo, pero en cambio giró hacia la puerta.

—Gabriel tiene razón. Usted nunca verá más allá de sus prejuicios. Y yo merezco más.

Alexander la observó salir, con el ceño fruncido. Su orgullo lo obligaba a dejarla ir, pero su cuerpo ardía con una necesidad que lo atormentaba.

Esa misma tarde, cuando Valeria salió del edificio, encontró a Gabriel esperándola frente a la entrada. Su sonrisa era cálida, como un refugio después de la tormenta.

—¿Alguien te dijo hoy que estás preciosa cuando estás furiosa? —bromeó, mirándola con ternura.

Valeria no pudo evitar reír. Con él, todo parecía más fácil. Lo acompañó a cenar, y entre confidencias y silencios cargados de tensión, Gabriel tomó su mano.

—Valeria —dijo, mirándola a los ojos—, no llegué a tu vida por casualidad. Te vi… y supe que debía tenerte cerca.

El corazón de ella se aceleró. No sabía si esas palabras eran un halago o una advertencia. Pero mientras se dejaba envolver por su mirada, no podía apartar de su mente lo que Alexander le había dicho: “Aunque seas normal, no puedo sacarte de mi cabeza”.

Valeria estaba a punto de responder a Gabriel cuando la atmósfera del restaurante cambió. Un murmullo recorrió el lugar. Ella levantó la vista… y su corazón se detuvo.

Allí, en la entrada, imponente como siempre, estaba Alexander Montes.

Su traje impecable, su porte dominante, esa seguridad en cada paso que hacía que todos lo miraran. Pero no estaba solo.

A su lado caminaba una mujer deslumbrante. Alta, delgada, con un vestido rojo que abrazaba sus curvas como si hubiera sido diseñado solo para ella. Su cabello oscuro caía en ondas perfectas y sus labios pintados de carmesí dibujaban una sonrisa orgullosa. La prometida de Alexander.

Valeria lo supo de inmediato. No necesitó que nadie se lo confirmara. Era evidente en la manera en que la mujer lo tomaba del brazo, como quien muestra un trofeo. Y era igual de evidente en la manera en que Alexander dejaba que lo hiciera, aunque su mirada… su mirada estaba fija en Valeria.

El mundo pareció detenerse.

—Vaya, vaya —dijo la mujer, con una voz dulce pero cargada de veneno cuando sus ojos se posaron en Valeria—. ¿Y quién es ella, Alexander?

Valeria tragó saliva, intentando mantener la compostura. Se sentía desnuda bajo la mirada de aquella mujer. No solo era hermosa, era perfecta. Todo lo que Valeria jamás sería.

—Una empleada —respondió Alexander con frialdad, sin apartar los ojos de Valeria.

Las palabras la atravesaron como cuchillos. Una empleada. Nada más. Todo lo que habían compartido en su oficina, esa confesión peligrosa de que no podía sacarla de su cabeza… ¿era solo un juego cruel?

Gabriel apretó la mano de Valeria bajo la mesa, sacándola de su trance. Su mirada ardía con furia.

—¿Ese es tu jefe arrogante? —susurró, con desprecio.

Alexander frunció el ceño al notar el gesto. Sus ojos descendieron hacia las manos unidas y una tensión peligrosa oscureció su rostro.

—No te mezcles con personas que no están a tu nivel, Valeria —dijo, con voz grave. Y aunque lo dijo como si fuera una advertencia, sonó más a un reclamo posesivo.

La prometida sonrió, orgullosa, apretando más el brazo de Alexander. —Querido, no malgastes tu tiempo con… trivialidades.

Valeria no resistió más. Se levantó de golpe, con el corazón ardiendo.

—Disculpen —dijo con voz temblorosa, aunque sus ojos brillaban de dignidad—, pero no soy la sombra de nadie.

Gabriel, que hasta ahora se había mantenido en silencio, soltó una carcajada baja que hizo que varias miradas se giraran hacia su mesa.

Con calma, se inclinó hacia Alexander y su acompañante.

—¿Una empleada básica? —repitió, como degustando las palabras con ironía—.

Qué curioso… Porque yo soy Gabriel Herrera, el artista de la galería más famosa de la ciudad. Y, dígame, señor Montes, ¿qué tan básica puede ser una mujer que logra inspirar a alguien como yo?

El rostro de la prometida se tensó, incómoda ante la seguridad del hombre que tenía enfrente. Alexander, en cambio, lo miró con los ojos oscuros y fríos, aunque un destello de furia traicionó su fachada.

Valeria se levantó despacio. Sus manos temblaban, pero su sonrisa era firme. Miró primero a Alexander, luego a la mujer que lo acompañaba, con esa belleza arrogante que parecía disfrutar de la humillación ajena.

—Nosotros ya nos vamos —dijo con una calma que era, en realidad, un grito de dignidad.

Gabriel también se puso de pie y le ofreció el brazo, como si fueran los protagonistas de un espectáculo en lugar de simples comensales. El murmullo en el restaurante creció: todos observaban la escena con la tensión de quien sabe que está presenciando algo irrepetible.

Justo cuando Valeria estaba por dar el primer paso hacia la salida, la carcajada de Alexander los alcanzó como una bofetada.

—Espero mis informes listos a primera hora de la mañana, señorita Torres —dijo, con una sonrisa cruel, como si quisiera recordarle que, por mucho que intentara escapar, seguía siendo parte de su mundo.

Valeria no volteó. Siguió caminando con Gabriel, con la espalda erguida, aunque en su pecho la rabia y la confusión la estuvieran destrozando.

Y Alexander, mientras la veía marcharse tomada del brazo de otro hombre, supo que había algo ardiendo en su interior que ni todo su poder ni su prometida podían apaga

Sigue leyendo este libro gratis
Escanea el código para descargar la APP
Explora y lee buenas novelas sin costo
Miles de novelas gratis en BueNovela. ¡Descarga y lee en cualquier momento!
Lee libros gratis en la app
Escanea el código para leer en la APP