La noche se había vuelto pesada, densa, como si el aire mismo contuviera algo que no quería dejarse respirar. Valeria despertó sobresaltada. Durante unos segundos no supo dónde estaba. El silencio era tan absoluto que podía escuchar el latido acelerado de su propio corazón. Luego distinguió la figura recortada en la penumbra, de pie junto a la ventana.
—¿Alexandre…? —susurró, con la voz temblorosa.
Él no respondió de inmediato. Seguía ahí, quieto, mirando hacia la calle como si observara algo más allá del vidrio. Solo cuando se giró, la luz tenue de la lámpara delineó sus rasgos: la mirada fría, el gesto contenido, esa calma que siempre escondía una tormenta.
—No deberías despertarte a estas horas —dijo al fin, con esa voz que sonaba más a advertencia que a preocupación.
Valeria se incorporó lentamente, el cuerpo aún temblando por el sobresalto. Había pasado días intentando convencerse de que su vida con Gabriel era un refugio, un respiro de todo lo que Alexandre le había arrebatado.