Las horas pasaron lentas, y aunque Gabriel dormía en el sofá, Valeria no pudo cerrar los ojos. Se levantó en silencio, caminando hacia la ventana. Desde el piso doce, la ciudad se veía tranquila, pero ella sabía que la calma era solo una ilusión.
El reflejo en el cristal le devolvía un rostro cansado, con ojeras profundas y una tristeza que ya no podía ocultar. Acarició su vientre con cuidado.
—Te prometo que no voy a dejar que nadie te haga daño —susurró—. Ni siquiera él.
De pronto, un ruido metálico la hizo girar. Provenía del pasillo, del otro lado de la puerta.
Su respiración se detuvo. Se acercó lentamente, conteniendo el aire, hasta mirar por la mirilla.
Nada.
Pero al volver hacia la sala, notó algo que no estaba antes: una rosa roja en el suelo, justo debajo de la ventana que daba al balcón.
Se quedó helada. Esa flor… Alexandre solía dejarle una igual cada vez que la hacía llorar.
La tomó con manos temblorosas. En el tallo había una cinta negra y una nota enrollada.
“Todo lo qu