El mármol helado bajo sus pies descalzos le arrancó un escalofrío. Valeria se abrazó a sí misma, como si sus propios brazos fueran el último refugio que le quedaba. Miró en silencio los cuadros que colgaban de las paredes: rostros severos, miradas que parecían seguirla a cada paso, como jueces mudos dictando sentencia.
Sintió un nudo en la garganta.
¿Qué diría mamá si me viera aquí?
Ese pensamiento le atravesó el pecho. Recordó sus manos cálidas, la forma en que la peinaba con paciencia cuando era niña. Una punzada de nostalgia la hizo temblar más que el frío de la casa.
Alexandre caminaba delante de ella, seguro, orgulloso, como si cada rincón de aquella mansión le perteneciera no solo por derecho, sino por destino. Valeria lo seguía a la fuerza, pero dentro de sí, una voz se repetía: No voy a rendirme. No puedo.
Al llegar a una amplia escalera, él se giró, extendiendo la mano como si ofreciera ayuda. Sus dedos largos y fuertes parecían invitarla, pero Valeria no se movió. Bajó la mi