La habitación era pequeña, pero cálida. Una cama matrimonial vieja pero limpia, una litera en la esquina y una ventana con cortinas gruesas. La señora Ada les dejó unas toallas y un balde con agua caliente.
—Descansen. Hablan bajito; las paredes son finas —dijo con una sonrisa suave antes de cerrar la puerta.
El silencio que quedó fue extraño.
Demasiado tranquilo.
Demasiado… ajeno a todo lo que habían vivido.
Valeria ayudó a Gabriel a sentarse en la cama. Su herida estaba inflamada, y él apenas podía mantenerse despierto.
—Tenemos que limpiarte —susurró ella, recogiendo el balde y una toalla.
—Duele menos… —murmuró él, aunque su respiración lo desmentía.
El niño ya estaba envuelto en una manta en la litera inferior, mirando con ojos redondos, preocupado por su madre y por Gabriel.
Valeria se arrodilló frente a él y comenzó a limpiar la herida con suavidad. Gabriel apretó los dientes, tratando de no hacer ruido.
—Deberías descansar tú también —murmuró él.
Ella negó con la ca