—¡Maldita sea, no corras! —rugió Alexandre, su voz mezclada con furia y desesperación mientras empujaba a un guardia fuera de su camino.
Valeria tropezó con las piedras húmedas del sendero, sosteniendo con fuerza la mano de su hijo, que apenas podía seguirle el paso. La noche era cerrada, el bosque denso, y cada sombra parecía querer atraparlos.
El niño lloraba, temblando. —¡Mamá… tengo miedo!
—Shh, mi amor, ya casi… ya casi —susurró Valeria sin detenerse, con lágrimas que se mezclaban con la lluvia que comenzaba a caer de nuevo.
Detrás, se escuchaban disparos. Alexandre había perdido el control. No soportaba la idea de verla escapar, de verla con otro. De que Gabriel la tuviera.
El rugido de un motor resonó entre los árboles: era el auto de Gabriel. Su figura apareció en la curva del camino, empapado, con la mirada encendida.
—¡Valeria! ¡Sube rápido! —gritó, abriendo la puerta.
Ella empujó al niño dentro primero, luego subió y, sin mirar atrás, gritó—: ¡Acelera, por favor, acelera!
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