A la mañana siguiente, el sonido del celular de Gabriel los despertó.
Era demasiado temprano, y el timbre insistente traía un mal presentimiento.
Gabriel se incorporó, aún somnoliento, y contestó.
—¿Sí? —dijo con voz ronca.
Del otro lado, su amigo periodista hablaba con tono apurado.
—Gabriel, prende el televisor. Ahora.
El corazón de Valeria empezó a latir con fuerza. Gabriel buscó el control y encendió la pantalla.
El noticiero mostraba imágenes suyas: fotos en el mercado, caminando juntos, sonriendo, y luego… otras.
Fotografías viejas, editadas, recortes de artículos manipulados, titulares gigantes que decían:
“El arquitecto prodigio y su amante de pasado oscuro.”
Valeria sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Su nombre, su rostro, todo estaba ahí, expuesto, desfigurado.
—No… —murmuró, con la voz rota—. No puede ser…
Gabriel apagó la televisión de un golpe.
—No mires eso —dijo, pero ya era tarde.
Ella lo empujó suavemente, caminó hasta la ventana, abrazándose a sí misma.