El silencio en la habitación era tan denso que podía sentirse en la piel. Valeria se quedó quieta, con la respiración contenida, mientras el sonido del reloj marcaba cada segundo con crueldad. Alexandre aún estaba allí, recargado contra el marco de la puerta, observándola con esa mezcla de control y deseo que la confundía. Su presencia llenaba todo el espacio, como si incluso el aire dependiera de él.
—¿Crees que puedes esconderte de mí, Valeria? —su voz sonó baja, grave, como si el peligro se disfrazara de calma.
Ella no respondió. Sus manos temblaban, pero las escondió bajo la sábana. No quería que él notara su miedo, ni que sintiera que aún tenía poder sobre ella.
—No me escondo —dijo al fin, con un hilo de voz—. Solo quiero paz.
Alexandre soltó una leve risa, una de esas que parecían nacer del ego. Caminó despacio hasta quedar frente a ella, inclinándose apenas.
—La paz no existe sin control, Valeria. Y tú… —sus dedos rozaron su mejilla—, tú no sabes controlarte.
Ella apartó la mi