La lluvia había cesado cuando llegaron a la vieja casa del barrio antiguo donde vivía Gabriel. Valeria temblaba, no solo de frío, sino de todo lo que acababa de dejar atrás. Gabriel le ofreció una toalla, un suéter y una taza de té caliente. Todo era tan simple, tan humano, que dolía.
Ella se sentó en el sofá y miró el vapor elevarse desde la taza entre sus manos. El silencio era extraño, pero reconfortante. Por primera vez en mucho tiempo no había órdenes, no había gritos, no había esa voz controlando cada movimiento suyo.
—No tienes que hablar —dijo Gabriel, sentándose frente a ella—. Solo… respira.
Valeria asintió despacio. Sus ojos se humedecieron, pero no lloró. Había aprendido a no hacerlo. A Alexandre nunca le gustaba verla llorar.
—¿Y si vuelve? —susurró ella.
—Entonces lo enfrentaremos juntos —respondió él, con una calma que parecía inquebrantable—. No voy a dejarte sola, Valeria. No esta vez.
Ella lo miró, buscando en sus ojos algo que no fuera compasión. Encontró verdad. Y