Llevo encerrada en una mugrienta habitación ya una semana. Lo bueno es que Julián no ha aparecido, y eso me da tranquilidad. La puerta se abre, dejando ver al tipo que siempre me trae la comida.
—Aquí tiene —me dice, mientras coloca la bandeja con una sopa y un vaso de agua. Luego se va, dejándome sola una vez más. Me siento en el colchón duro y comienzo a pensar en Santiago, en cómo estará, si me está buscando… Dios, cómo lo extraño. Pero ahora lo que más temo es que Julián le haga daño a mi bebé.
—Tranquilo, mi bebé, mamá no dejará que nada te pase —digo, mientras coloco mis manos sobre mi vientre, que ya está un poco abultado. Sonrío al pensar que mi hijo crece sano y salvo. De repente, la puerta se abre de golpe, sobresaltándome.
—Aquí estoy, princesa —siento cómo la sangre abandona mi rostro al ver a Julián, con su expresión psicópata.
—Julián, por Dios, déjame ir, te lo suplico.
—Tú no te irás de mi lado, eres mía. Además, quiero ver a mi hermano sufrir.
—Julián, tú no eres así,