Las luces blancas del hospital parecían más frías que nunca. El silencio en el pasillo era espeso, interrumpido solo por el vaivén de las enfermeras o el pitido lejano de alguna máquina. Alejandro estaba sentado en una de las sillas del corredor, con los codos apoyados en las rodillas y la cabeza gacha, mirando el suelo como si buscara respuestas entre las baldosas. A su lado, Sandra se mantenía en pie, de brazos cruzados, la mirada fija en la puerta por la que Irma había desaparecido horas atrás.De pronto, la puerta se abrió.El doctor, aún con la bata blanca y una expresión neutra, salió con un pequeño portapapeles en mano. Alejandro se levantó casi de inmediato, al igual que Sandra y Andrés, que ya estaban tensos, esperando alguna palabra.—¿Cómo está? —preguntó Alejandro, con un hilo de voz que apenas pudo contener el temblor.El médico los miró con serenidad.—Pueden pasar a verla. Aún no tenemos todos los resultados; los análisis cerebrales están en proceso, pero está conscient
La habitación estaba envuelta en un silencio apacible, solo perturbado por el suave pitido del monitor que registraba los latidos del corazón de Irma. La luz tenue de la lámpara de la esquina dibujaba sombras suaves en las paredes, envolviendo el ambiente en una atmósfera íntima, casi sagrada.Sandra empujó la puerta con cuidado, como temiendo despertarla. Cuando sus ojos encontraron el frágil cuerpo de Irma sobre la cama, sintió un nudo en la garganta. Estaba dormida, con el rostro ligeramente pálido pero sereno, como si en ese instante su alma estuviera en paz.Con pasos silenciosos, Sandra se acercó hasta el borde de la cama. Se inclinó despacio, sus dedos temblorosos rozando el cabello de su amiga, acariciándolo con ternura. No pudo evitarlo: las lágrimas comenzaron a caer, silenciosas, ardientes, surcando sus mejillas.Irma, como si hubiera sentido su presencia, abrió los ojos con lentitud. Una débil sonrisa iluminó su rostro, dándole una apariencia casi etérea.—Sandra… no llore
El amanecer apenas comenzaba a teñir de tonos dorados las paredes del hospital. El murmullo de las enfermeras y el sonido lejano de los carros de medicamentos se mezclaban con la serenidad que reinaba en la habitación.Alejandro se había quedado dormido al lado de Irma, sentado en la pequeña silla junto a su cama, su cabeza apoyada en el colchón, su mano aún entrelazada con la de ella. Su respiración era lenta y profunda, completamente entregada al cansancio de la noche.Irma lo observaba en silencio. Sus ojos se movían despacio, recorriendo cada línea de su rostro relajado. Una ternura infinita se reflejaba en su mirada, junto con una pizca de tristeza que intentaba ocultar en su pecho. Levantó una mano temblorosa y acarició con suavidad su cabello desordenado.Alejandro se movió ligeramente, despertado por los ruidos en el pasillo. Las enfermeras pasaban empujando sus carritos, organizando medicamentos y registros. Parpadeó varias veces, confuso al principio, hasta que sus ojos se p
Alejandro regresó por el pasillo con dos vasos de café en la mano. Sus pasos eran firmes, pero su corazón estaba cargado de un peso silencioso. Disfrazaba su angustia detrás de una sonrisa tranquila, determinada a que Irma no sospechara nada.Al entrar en la habitación, su mirada se suavizó al verla. Irma estaba sentada en la cama, con el cabello ligeramente alborotado y esa expresión dulce que, sin querer, le arrancó una sonrisa sincera.—Aquí tienes tu café con leche —dijo acercándose—. Espero que te guste.Irma lo tomó con ambas manos, como si necesitara aferrarse a algo tangible. Dio un pequeño sorbo y cerró los ojos, disfrutando del calor que se extendía por su cuerpo.—Umm… qué rico —murmuró con una sonrisa genuina.Alejandro soltó una pequeña risa, relajándose al verla así.—Qué bueno que te gustó —dijo, mirándola con ternura.Se sentó al borde de la cama, todavía observándola, como queriendo guardar en su memoria cada pequeño gesto de ella. Luego, con un tono más animado, agre
Camila estaba en su habitación. La brisa tibia de la noche se colaba por la ventana entreabierta, moviendo suavemente las cortinas blancas. Exhausta, se quitó lentamente la ropa que llevaba puesta y se colocó su dormilona de seda, de un color azul pálido que resaltaba la calidez de su piel. Caminó hacia el espejo colgado en la pared, mirándose fijamente. Su reflejo le devolvía una imagen desconocida, como si no pudiera reconocerse del todo.Se llevó los dedos a los labios con gesto pensativo, recorriéndolos con la yema temblorosa de su índice. Sus ojos reflejaban una profunda tristeza.—¿Por qué no siento nada cuando me besas, Adrien? —susurró en voz baja, casi como un lamento que se llevó el viento nocturno—. Siento un vacío tan grande... Si en verdad me enamoré de ti, ¿por qué me siento así?Apretó los labios, luchando contra el nudo en su garganta. Su mirada se volvió distante, como si buscara respuestas en los rincones oscuros de su memoria. Soltó un suspiro tembloroso y desvió la
Adrien acariciaba suavemente el cabello de Camila mientras ella, aún temblorosa, se aferraba a su pecho. Sus dedos recorrían mechones de su melena con delicadeza, como si temiera romperla, como si necesitara asegurarse de que ella realmente estaba allí, respirando, viva, en sus brazos.—Ven, acuéstate —susurró con voz baja, cálida—. Ya es tarde... Necesitas dormir.Camila levantó la mirada hacia él. Sus ojos, grandes y brillantes, todavía reflejaban la confusión de todo lo que había recordado esa noche. No dijo nada. Solo asintió levemente y, obediente, se acomodó en la cama. Adrien, con ternura infinita, la arropó, cubriéndola con la manta ligera que olía a lavanda. Luego se acostó a su lado, rodeándola con su brazo, atrayéndola contra su pecho.La respiración de Camila era aún un poco entrecortada. Se sentía segura en los brazos de Adrien, pero la maraña de preguntas en su mente no la dejaba encontrar paz.—Adrien... —murmuró en un susurro apenas audible—, ¿sabes si esa fue la causa
El amanecer apenas comenzaba a asomar en el horizonte, tiñendo el cielo de un tenue color ámbar. Adrien, sin embargo, llevaba horas despierto. No había podido dormir bien; Su mente estaba demasiado cargada de preocupaciones.Ahora, sentado en su oficina, revisaba unos documentos con el ceño fruncido, la pluma en una mano, tachando y corrigiendo detalles casi de forma mecánica. Los ventanales dejaban pasar la suave luz matutina, iluminando las estanterías llenas de libros y los muebles de madera oscura que conferían a la habitación un aire serio y sobrio.De pronto, un golpe en la puerta lo hizo levantar la mirada.—¿Quién es? —preguntó, sin apartar del todo los ojos de los papeles.—Soy yo, tu padre —se escuchó la voz de Eduardo desde el otro lado.—Pasa, papá —dijo Adrien, dejando la pluma sobre el escritorio y sentándose de manera más formal.Eduardo abrió la puerta y entró, llevando puesta una camisa clara y un pantalón oscuro. Su puerta era imponente a pesar de los años, y sus ojo
Adrien se encontró en su despacho junto a su padre, Eduardo. Ambos revisaban unos informes importantes, sentados frente a frente, cuando Adrien rompió el silencio.—Papá, tengo que viajar —dijo Adrien, dejando los papeles a un lado y mirándolo con seriedad—. Me llamaron esta mañana. Hay unos asuntos en la ruta que necesitan de mi presencia. No puedo enviarlos a resolver por nadie más.Eduardo miró a su hijo con esa mezcla de orgullo y preocupación que solo un padre podía transmitir.—Tengo que viajar, papá, no me mires así —anunció Adrien, cruzando los brazos sobre el escritorio—. Según me informó, surgieron algunos asuntos en la ruta que requieren de mi presencia personal. No puedo delegarlo.Eduardo avanza lentamente, como si ya esperara esas palabras.—Lo sé, hijo. —De hecho, de eso quería hablar contigo —respondió con voz grave—. Solo quiero pedirte una cosa: cuídate mucho. No me gusta la idea de que vayas solo.Adrien sonriente, tratando de quitarle peso a la preocupación de su p