La mañana amaneció tibia, con un sol suave que se filtraba a través de las grandes ventanas del comedor. El aroma del café recién hecho flotaba en el aire, mezclado con el dulce olor a pan tostado y frutas frescas.
Camila estaba sentada en una de las sillas de madera tallada, vestida con un sencillo vestido blanco que resaltaba su pureza y fragilidad. Su cabello caía en suaves ondas sobre sus hombros, y su rostro, aún con un halo de melancolía, se iluminaba tenuemente mientras hojeaba una revista de jardinería. Frente a ella, Adrien la observaba en silencio, sosteniendo una taza de café entre sus manos.
No podía evitar mirarla con adoración. Para él, verla allí, viva y respirando, era un regalo que el destino le había permitido conservar a la fuerza de sacrificios que nadie más conocía.
En un momento, dejó su taza a un lado y le tomó la mano con suavidad. Camila, al sentir el contacto, levantó la mirada y le dedicó una sonrisa dulce, aunque en sus ojos se escondía un brillo de tristez