El murmullo suave de los asistentes al velorio comenzaba a disiparse. La brisa de la tarde soplaba suavemente, meciendo las coronas de flores que rodeaban el féretro. Algunas personas comenzaban a retirarse, dándole espacio a la intimidad de los más cercanos. La casa se sumía poco a poco en un silencio reverente, apenas roto por los sollozos ahogados de quienes aún no podían creer la tragedia.
Marta, con las manos entrelazadas sobre su regazo, permanecía sentada al fondo, inmóvil. Había visto con atención cómo Adrien se marchaba escoltado por sus hombres, cómo su oscura presencia abandonaba el lugar como un fantasma que dejaba una huella profunda a su paso. Cuando la última rueda del vehículo desapareció por la curva del camino, el corazón de Marta se agitó.
Los pensamientos la golpearon con fuerza. Su respiración se aceleró. Miró el ataúd una vez más y se llevó las manos al rostro. “¿Y si le digo la verdad?”, se preguntó. “¿Y si le confieso a Alejandro que Camila está viva… que todo