La mañana comenzó con un ambiente pesado en las oficinas del Grupo Ferrer. El edificio, impecable como siempre, se llenaba lentamente del bullicio cotidiano de empleados que comenzaban su jornada laboral. Algunos conversaban en voz baja mientras otros caminaban con carpetas en mano, cruzando los pasillos con prisa.Alejandro Ferrer entró por la puerta principal del edificio, impecablemente vestido, con una expresión seria que contrastaba con su puerta elegante. Saludó brevemente a los empleados que se cruzaban en su camino, sin detenerse ni un segundo.—Buenos días, señor Ferrer —le dijo una recepcionista al pasar.—Buenos días —respondió Alejandro con voz firme, sin cambiar el gesto de su rostro.Ricardo Medina, su amigo y mano derecha, lo observó desde la entrada del ascensor. Al llegar verlo, se adelantó unos pasos con una sonrisa en los labios.—Buenos días, amigo —saludó con tono amistoso.Alejandro lo miró de reojo, sin detenerse.—Buenos días… Justamente pensaba en ti.Ambos en
El cielo aún conservaba el tono suave del amanecer cuando Camila despertó. Un tenue rayo de luz se filtraba por las cortinas de su habitación, proyectando líneas doradas sobre las sábanas. Todavía envuelta en la calidez del sueño, su mano se estiró para alcanzar el teléfono que vibraba sobre la mesita de noche.—¿Aló? —contestó con voz somnolienta.Al otro lado, una voz cálida y alegre la saludó.—Buenos días, mi amor —dijo Adrien, sentado en su despacho desde muy temprano.Camila esbozó una sonrisa y se incorporó lentamente en la cama.—Buenos días, Adrien —respondió, aún medio dormida.—¿Te gustó el restaurante?—Sí, claro que sí —dijo con entusiasmo—. Y gracias por el nombre que le pusiste. Sabía que me iba a gustar.Adrien sonrió desde su escritorio, imaginándola con el rostro adormilado y la voz suave. Aquel nombre, “Los Sueños de Camila”, no era solo un homenaje: era una promesa.—Sabía que ese nombre tenía que ser tuyo —respondió él, con un orgullo tranquilo en la voz.Camila s
La tarde transcurría lentamente en las oficinas centrales del Grupo Ferrer. El sol comenzaba a ocultarse tras los grandes ventanales, proyectando sombras alargadas sobre el elegante escritorio de madera de caoba. Alejandro Ferrer, vestido con un traje oscuro de corte impecable, revisaba una carpeta con documentos financieros, frunciendo ligeramente el ceño mientras recorría con la vista cada cifra.Estaba tan concentrado que apenas escuchaba el leve zumbido del intercomunicador. Solo cuando la luz roja parpadeó por segunda vez, presionó el botón con un suspiro de impaciencia.—¿Qué sucede? —preguntó con voz firme—. Dije que no quiero atender a nadie.La voz de su secretaria sonó con un matiz de duda al otro lado del sistema.—Disculpe, señor Ferrer… pero aquí están los padres de la señora Irma. Dicen que desean hablar con usted. Dicen que es urgente.Alejandro levantó la vista, sorprendido. Parpadeó un par de veces, dejando la carpeta a un lado.—¿Los padres de Irma?—Sí, señor.Se qu
El sol se filtraba tenuemente por las cortinas del cuarto de Irma, bañando la habitación con una luz cálida que contrastaba con la suave brisa que entraba por la ventana entreabierta. En la cama, Irma reía mientras sostenía una taza de té, y frente a ella, sentada en una silla decorada con cojines de colores pastel, estaba Sandra, su fiel amiga, quien parecía más feliz que nunca. Compartían una mañana tranquila, lejos de los problemas, como si ese pequeño instante perteneciera a otro mundo, uno donde todo estaba bien.—Te ves hermosa, Irma —dijo Sandra, cruzando las piernas y sonriendo con sinceridad—. Nunca te había visto tan... radiante.Irma bajó la mirada, sonrojada. Se levantó de la cama lentamente, llevando la taza consigo, y caminó hacia el espejo. Se quedó un momento observándose, como si intentara convencerse de que aquella mujer feliz en el reflejo era ella misma.—¿De verdad lo crees? —preguntó en voz baja, sin apartar los ojos del cristal.—Lo creo y lo juro —respondió San
La tarde caía suavemente sobre la casa Ferrer, tiñendo los ventanales con un tono dorado que otorgaba al ambiente una calidez particular. En la elegante sala principal, decorada con delicados detalles florales y retratos familiares, Isabella e Isabel Mendoza de Ferrer se encontraban sentadas junto a su esposo, Carlos Ferrer. Ambos sostenían tazas de porcelana fina, conversando animadamente sobre la reciente transformación de su hijo Alejandro.—No puedo dejar de pensar en lo distinto que está últimamente —comentaba Isabella, con una sonrisa serena en los labios—. Ya no se le ve esa sombra de tristeza en los ojos.Carlos ascendiendo, acomodando su brazo en el respaldo del sofá.—Es verdad. Se le nota más ligero, como si hubiera soltado un peso muy grande... Tal vez esté listo para ser feliz de nuevo. Y si Irma es parte de eso, yo estará encantado.El timbre interrumpió su conversación, resonando suave pero firme por toda la casa. Isabella arqueó una ceja y se inclinó ligeramente hacia
El ambiente en la sala estaba lleno de calidez y familiaridad. Irma, sentada en uno de los sofás junto a sus padres, no podía dejar de sonreír al verlos allí, tan cerca, tan reales. Después de tanto tiempo sin verlos, aquel reencuentro significaba el mundo para ella. Su madre, Lucía, le sostenía la mano con ternura, como si temiera soltarla y perderla de nuevo.—Hija —dijo Lucía, acariciando el dorso de su mano—, tu padre y yo vinimos a buscarte.Irma frunció levemente el ceño, anticipando lo que vendría.—Encontramos un médico excelente —continuó Lucía con voz suave—. Queremos que te sometas a unos estudios… nuevos exámenes. Este especialista tiene esperanza.Irma desvió la mirada, manteniendo una lágrima. No quería derrumbarse, no frente a ellos.—Mamá… —Susurró, pero su padre, Jaime, intervino con su tono pausado y firme.—No queremos presionarte, hija. La decisión es completamente tuya. Solo queremos que sepas que estamos aquí para ti… y que aún hay posibilidades.Irma los miró, c
El Legado de Don Alfonso El viento frío soplaba entre los árboles del cementerio, sacudiendo las hojas secas que crujían bajo los pies de quienes asistían al último adiós. Alejandro Ferrer permanecía en silencio, observando cómo el ataúd de su abuelo, Don Alfonso Ferrer, descendía lentamente hacia su tumba. La expresión en su rostro era tan rígida como siempre; no había lágrimas en sus ojos, aunque el peso de la pérdida lo aplastaba por dentro. Alejandro, de treinta y tres años, había aprendido desde joven a no mostrar sus emociones. Era un hombre fuerte, calculador y con un temperamento frío que lo convertía en un líder implacable en los negocios. Su abuelo había sido su modelo a seguir, el hombre que le había enseñado a no depender de nadie, a ser independiente y a tomar el control. Ahora, todo lo que quedaba de Don Alfonso era una pesada herencia: no solo la empresa familiar, sino también el vacío que dejaba en cada uno de los miembros de la familia. A su lado, sus padres, Carl
El restaurante al que Ricardo había llevado a Alejandro era uno de los lugares más exclusivos de la ciudad, conocido por su discreción y elegancia. A pesar de la tranquilidad que ofrecía el lugar, Alejandro seguía inquieto. Ni siquiera el olor a comida recién preparada lograba aliviar la presión que sentía en el pecho. No era solo la pérdida de su abuelo, sino todo lo que implicaba la herencia que ahora recaía sobre él. —Relájate, hombre —dijo Ricardo mientras los dos se sentaban en una mesa junto a la ventana—. Una comida no va a arreglar todo, pero al menos te sacará de esa nube oscura en la que te has metido. Alejandro no respondió, solo asintió, su mente todavía enfocada en los pendientes que lo esperaban en la oficina. Sin embargo, decidió hacer un esfuerzo aunque fuera por unos minutos. —Voy al baño un segundo —dijo Alejandro, levantándose de la mesa. Caminó con paso firme hacia la parte trasera del restaurante, intentando organizar sus pensamientos. Mientras regresaba, dis