Pero yo fui más rápida. Mi voz, antes suave y cautelosa, se elevó, cargada de una verdad que esperaba la detuviera. —¡Espera! Sé cómo te sientes, Verónica. Y te aseguro que yo no pedí ser la esposa de Leonardo.
Verónica detuvo su paso. Su cuerpo se tensó, y muy lentamente, se dio media vuelta. Me miró a los ojos, una mezcla de sorpresa y una incipiente curiosidad comenzando a reemplazar la hostilidad.
—¿A qué te refieres? —preguntó, con su voz cargada de escepticismo.
—Me refiero a que esto no fue mi elección —dije, dando un paso hacia ella, mi mirada fija en la suya—. Nuestro matrimonio fue un arreglo forzado por su padre. Y la verdad, Verónica, no lo amo. En realidad, no lo amo en absoluto. Siento desprecio por la manera en que él ha tratado a las mujeres.
La revelación la golpeó con la fuerza de un rayo. Sus ojos se abrieron de par en par, y la defensiva de su rostro se desvaneció, reemplazada por una expresión de asombro genuino. Pude ver cómo mi confesión la descolocaba por compl