El aroma a café recién hecho y el murmullo de las conversaciones matutinas envolvían la cafetería de la empresa, pero para mí, el ambiente era un telón de fondo para la tormenta que aún se agitaba en mi interior. Había dormido poco, mi mente un torbellino de rabia, humillación y la cruda verdad de la traición de Leonardo.
Inés, con su habitual discreción, se sentó frente a mí, con una taza de té humeante entre sus manos. Su presencia era un bálsamo, una roca en medio de la marea de mis emociones.
—Buenos días, Catalina —dijo Inés, su voz suave y comprensiva. Sus ojos, sabios y observadores, notaron mi cansancio.
—Buenos días, Inés —respondí, tomando un sorbo amargo de mi café. El sabor era tan áspero como mi estado de ánimo.
Un silencio cómodo se instaló entre nosotras, roto solo por el tintineo de las tazas y el leve murmullo de los demás empleados. Inés me dejó mi espacio, sabiendo que hablaría cuando estuviera lista.
Finalmente, no pude contenerlo más. La necesidad de desahogarme,