Capítulo 3
A las cinco de la mañana, el suave clic de la cerradura electrónica me sobresaltó y me desperté. Solo una persona tenía el código de mi apartamento además de mí y ese era Lorenzo.

Fingí estar dormida, escuchando cómo sus pasos se acercaban. El colchón cedió a mi lado y su aroma me envolvió, era el olor familiar de la colonia amaderada de cedro.

Pero aquel día era diferente. Estaba mezclado con el olor empalagoso de rosas, que no era otro que el aroma de Estela.

La bilis subió por mi garganta. Podía sentir su ardiente mirada sobre mí. Sus labios cálidos presionaron suavemente mi frente, igual que en esa maldita noche. Igual que lo haría con cualquier mujer.

—Buenos días, bebé —su voz era ronca y sensual. Y, maldita sea, mi cuerpo seguía reaccionando a ella.

Abrí los ojos de golpe. La conocida línea de su mandíbula llenó mi campo de visión. La luz matutina, que se filtraba a través de las persianas, proyectaba sombras sobre el alto tabique de su nariz, sobre sus labios delgados y esos oscuros y profundos ojos en los que una vez me perdí.

—¡Lorenzo! —Me retorcí, tratando de escapar.

Él fue más rápido y su brazo poderoso me inmovilizó en la cama.

—¿Me extrañaste? —Se inclinó, con una risa baja en la garganta, e intentó besarme los labios.

Giré la cabeza hacia un lado gritando: —¡Quítate de encima! —Empujé su pecho.

Pero con un metro sesenta, ¿qué oportunidad tenía contra un hombre de un metro noventa? Él atrapó mis muñecas con facilidad, fijándolas sobre mi cabeza.

—Todavía te avergüenzas, ¿eh? —murmuró—. ¿Por qué no me enviaste un mensaje de buenas noches? ¿Tu teléfono estaba apagado?

“¿Qué mensajes? Yo no había recibido ningún mensaje.” pensé.

—Te estás volviendo atrevida, Viviana —Se deslizó bajo las cobijas, enjaulándome por completo—. Silencio, sé que estás enojada. ¿Es por lo de anoche?

Su mano empezó a vagar.

—Te traje el desayuno. Son tus croissants favoritos, de ese lugar con estrella Michelin —susurró—. O... ¿prefieres que te "coma" primero?

Su aliento rozó mi oído. En ese momento pensé en la foto de Estela y en ellos besándose.

Su tacto fue una chispa sobre gasolina. Me puse rígida y cada músculo de mi cuerpo comenzaba a gritar. —No —logré balbucear, diciendo esa palabra en apenas un susurro.

—¿No qué, bebé? —La voz de Lorenzo era como un ronroneo bajo y calmante, pero sus ojos me brillaban con impaciencia—. No seas así. Sé que estás molesta por lo de la ceremonia. Pero eso fue solo por negocios, nada más. Tú sabes cómo es.

La palabra “negocios” flotó en el aire, fría y cortante. Él desechó tan fácilmente mi dolor más profundo, como si solo hubiera sido un asunto más en un listado cualquiera.

—Por cierto —prosiguió mientras su tono se volvía más serio y su mano se detenía en mi cintura—. Te tomaste esa pastilla ayer, ¿verdad? Debemos ser inteligentes en este asunto.

Me estremecí, volviendo mi rostro hacia la pared como si pudiera salvarme. Mi represión interior estalló. Una lágrima caliente escapó y luego otra, trazando un camino silencioso hasta la almohada. Me mordí el labio tan fuerte que sentí el sabor de la sangre, tratando de sofocar un sollozo.

Mis lágrimas parecieron desconcertarlo de verdad. Se detuvo y su sonrisa condescendiente se desplomó. —Oye —dijo, mientras su voz se suavizaba un poco—. ¿Qué es esto? No llores, Viviana.

Aflojó su agarre, tratando de volver mi rostro hacia él. —¿Qué pasa, Viviana? ¿Estás llorando? ¿Ahora?

—No hagas esto. No eres una niña para hacer un berrinche por una fiesta estúpida.

Una fiesta estúpida. Eso era todo para él. Los zapatos de cristal, el primer baile, la promesa de estar juntos para siempre...

No pude controlar mis emociones. Las lágrimas brotaron por mi rostro, repentinas e incontrolables. La humillación del día anterior y la frialdad de ese día cayeron sobre mí como un tsunami que me tragó entera.

Lorenzo claramente estaba sorprendido y se quedó paralizado. —Mira, lo siento. Bebí demasiado anoche —Dejó su vaso, acercándose a mí—. No debí haber dicho eso.

Retrocedí. —No me toques.

Su mano se detuvo en el aire y justo cuando iba a decir algo más, su teléfono sonó. Echó un vistazo a la pantalla y su expresión cambió al instante.

—Son negocios —dijo con una voz cortante y sin rastro de falsa ternura. Al segundo siguiente ya se estaba girando hacia la puerta.

Se detuvo, mirándome con una expresión que mostraba mitad molestia y mitad orden. —Hablaremos luego. Recupérate, Viviana. No puedes comportarte así.

La puerta se cerró de golpe, dejándome sola en la sala enorme y vacía.

Media hora después, Mia me envió una captura de pantalla. Era el Instagram privado de Estela y en la captura estaba la mano de un hombre que llevaba el anillo sello de la familia Martín, descansando de manera sugerente sobre el suave muslo de una mujer.

La leyenda de la foto decía: “Buenos días, mi Rey.”

Marca de tiempo: hace veinte minutos.

En ese instante, también recibí una selfie de Estela, haciendo una mueca juguetona a la cámara, agarrando el brazo de un hombre.

El mensaje bajo la foto era simple y devastadoramente cruel: "Él dice buenos días. Y te da las gracias por el adiestramiento".

Salió de mi apartamento y fue directo al de ella. Ni siquiera se cambió de camisa.

Una risa fría y quebrada escapó de mis labios, un sonido amargo que luchó con las lágrimas frescas que surcaban mis mejillas.

Caminé hasta la barra, tomé el whisky que Lorenzo había dejado y me lo bebí de un trago. El licor quemó mi garganta al deslizarse por ella como fuego, pero no fue nada comparado con el infierno en mi corazón.

Mi teléfono vibro y en él apareció un mensaje de disculpas de Lorenzo:

“Detente, deja de estar molesta, ¿sí? Sé que lo que pasó esta mañana fue excesivo... por tu parte.”

“Pero este asunto de los muelles es crucial. Pensé que, de todos, tú entenderías eso.”

Pensó que una disculpa simple bastaría y que yo volvería corriendo hacia él.

Mientras intentaba fregar el whisky de la alfombra, comprendí lo ridículo que era mi amor por él. Pero mis traicioneras lágrimas seguían cayendo, mezclándose con el licor derramado, una mancha que no se quitaba con nada.

Al final, dejé de fregar. La mancha ya era parte de la alfombra, una marca oscura y permanente, como un recordatorio.

Con una extraña serenidad, me levanté y fui al armario. Saqué una maleta negra, la que él me regaló el cumpleaños pasado. Metódicamente, recorrí el apartamento, recogiendo cada rastro de él.

Su rasuradora de repuesto del botiquín del baño. La copia gastada de “El Príncipe” que él guardaba en mi mesita de noche. La corbata de seda cara que dejó colgada en una silla. No los destrocé ni los rompí. Doblé cada objeto con cuidado, guardándolo en la maleta como si empacara para un viaje del que nunca volvería.

Cada cosa era un recuerdo, y yo los estaba archivando, cerrando el libro sobre nosotros, página por página.

Él ni siquiera lo notaría.

Verifiqué la hora y faltaban 24 horas para mi vuelo.

Pronto sería libre.
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