—Gracias por tu preocupación, señor Martín —dije con una leve sonrisa—. Pero no necesito que administres mi vida amorosa.
El rostro de Lorenzo se endureció. —Viviana...
—Se hace tarde. Debo volver a mi habitación. —Lo interrumpí, girando para entrar. Detrás de mí, escuché el sonido del cristal rompiéndose, pero no miré atrás.
Tres días después, estaba de vuelta en Los Ángeles. Con el sol tibio, el aire puro y el suave abrazo de Leo.
—Te extrañé locamente —dijo, abrazándome fuerte en el aeropuerto—. ¿Cómo estuvo la cosa en Nueva York?
—Estuvo bien —sonreí—. Solo que hay gente que no sabe cuándo parar.
Leo frunció el ceño y me preguntó: —¿Qué significa eso?
—No es nada importante —besé sus labios.
Una semana después, Leo hizo una reserva en nuestro restaurante italiano favorito. Bella Vista, el cual estaba en una colina de Beverly Hills, dominando todo el perfil urbano de la ciudad. Íbamos seguido. El dueño siempre nos daba la mejor mesa junto al ventanal.
Pero esa noche fue diferente.
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