Volver a Amar
Volver a Amar
Por: Tory Sánchez
Prefacio

Natalia sonrió mientras observaba a sus hijas correr por el campo, adoraba estos momentos que podía disfrutar con ellas y con su esposo, quién siempre estaba en el trabajo, corriendo a solucionar los problemas de la hacienda, como si fuera el único que pudiera hacerlo. Natalia apartó esos malos pensamientos de su cabeza y se concentró en el momento, el aquí y el ahora.

—Ven, Natalia, únete a nosotros —gritó Ángel, agachado sobre el pasto, mientras fingía ser un caballo para su hija menor.

—¡Sí, mami, ven con nosotros! —gritó Estela, mientras corría delante de su padre, quien la perseguía con Ángela sobre su espalda.

Natalia se levantó del tronco para unirse a su pequeña familia, sin embargo, los disparos que se escucharon muy cerca del sitio los alertaron.

Ángel bajó a su hija de su espalda y miró a Natalia con preocupación.

—Llévatelas a casa, Natalia, ¡corre! —le urgió al escuchar los cascos de los caballos, golpear contra el suelo, eran varios hombres—. ¡Corre Natalia! —gritó desesperado al escuchar el intercambio de disparos.

Natalia tomó a sus hijas de las manos y corrió tal como su esposo se lo pidió; la mujer sentía que el corazón le latía con prisa, tenía miedo de ser atrapada a medio camino y sin la protección de su esposo.

—Mamá, mamá —gritó Ángela al ver a uno de los bandidos que se acercaban a gran velocidad.

El corazón de Natalia casi se le salió del pecho al ver al hombre apuntar en su dirección, como pudo, haló la mano de sus niñas y corrió en dirección de los arbustos, rogando porque el hombre no las persiguiera.

—¿Dónde está papá, por qué no viene con nosotras? —preguntó Estela, la mayor.

—Shhhh, no hablen, mis niñas, por favor —pidió ella, cubriendo las pequeñas bocas de sus hijas para que no hicieran ruido.

Natalia no supo cuánto tiempo permaneció sentada detrás de los arbustos, solo fue consciente del momento que los disparos cesaron y los cascos de los caballos se fueron alejando.

—Se han marchado —susurró en tono bajo.

Las niñas asintieron.

—Vamos a buscar a papá —dijo Estela.

—Será mejor ir a casa, papá vendrá luego —le dijo, halándolas de la mano y llevándolas a casa, donde esperó inútilmente la llegada de Ángel.

Natalia miró por la ventana un par de veces, atendió a sus hijas y las metió a la cama, mientras seguía esperando, pero no fue Ángel quién llegó, sino Efraín, su cuñado.

—¿Dónde está Ángel? —preguntó Natalia, apenas abrió la puerta y miró a Efraín.

El hombre le dedicó una mirada de pies a cabeza que incomodó a Natalia, aun así, ella se mantuvo firme.

—Ángel está muerto, los bandidos entraron a robar y lo asesinaron —le dijo sin anestesia, como si a él no le doliera lo que estaba diciendo.

—¿Qué? —preguntó con voz ahogada.

—Ángel está muerto, Natalia, te has quedado viuda —le dijo sin piedad.

Natalia dejó escapar un grito de dolor que desgarró la quietud de la noche, su pecho ardió, la sangre en sus venas se convirtió en fuego y el calor la sofocó por un momento, mientras su cuñado la miraba con desprecio.

—Despierta a las niñas y ven a la casa grande —le avisó.

Natalia ni siquiera supo cómo hizo para despertar a sus hijas y para darles la noticia sobre la muerte de su papá, solo sabía que ellas lloraban a su lado y todo lo que vino después, fue un borrón para ella. El funeral, el entierro. Ella no pudo hacer nada, no pudo disponer de nada en cuanto a las decisiones que se tomaron, ella era la esposa del difunto, pero era la nuera que la familia Salvatierra no quería. A la que nunca habían aceptado como parte de su familia.

A la semana de haber perdido a su esposo, Natalia sufrió un nuevo dolor.

—Ya no hay nada que tengas que hacer en Ojo de agua, Natalia, será mejor que te marches por las buenas —expresó Hilario Salvatierra, el padre de Ángel.

—¿Qué?

—Mi hijo ya no está, ya no hay razones para que tú tengas que vivir en mis tierras —espetó con frialdad.

—No puede hacerme esto, don Hilario, no tengo a dónde ir, mis hijas necesitan un hogar —lloró, sintiendo que la tierra se abría bajo sus pies—. No puede ser tan cruel, ¡ellas son su sangre! ¡Son hijas de Ángel! —gritó, llena de pena y de dolor.

El golpe que cayó sobre su mejilla la lanzó al piso, ella giró el rostro para ver a su agresor.

—Sé muy bien que esas niñas son hijas de mi hijo y por esa misma razón se quedarán conmigo. Será Maritza quién cuide de ellas a partir de ahora —sentenció.

Natalia negó, su labio estaba roto y la sangre manchó su mentón y su blusa.

—No puede quitármelas, ¡son mis hijas! —gritó, poniéndose de pie, dispuesta a enfrentar al hombre.

Sin embargo, fue detenida por la mano de Efraín.

—Será mejor que te largues por las buenas, Natalia, no creo que quieras conocer el lado oscuro de esta familia —le advirtió al oído, provocándole un escalofrío.

—No voy a dejar a mis hijas —gruñó al sentir el dolor en su muñeca.

—No tienes opciones, Natalia, ningún juez va a otorgarte su custodia, no tienes nada que ofrecerles. No tienes casa, no tienes familia, no tienes nada —le susurró de manera fría y cruel.

Natalia ahogó un sollozo cuando el hombre la arrastró lejos del despacho de Hilario Salvatierra, mientras Efraín la miró con desdén y arrogancia.

Ella gritó, pataleó, luchó todo cuanto pudo, pero finalmente, Efraín la sacó de la hacienda, arrastras, sin importarle que pudiera herirla y la lanzó al suelo con furia.

—Más te vale que no vuelvas a pisar Ojo de Agua o te aseguro que te arrepentirás —juró el hombre, cerrándole la puerta en la cara…

Natalia lloró todo cuanto pudo, pero nada conmovió a la familia Salvatierra de devolverle a sus hijas y en su intento de recuperarlas. Una semana después, sufrió un salvaje ataque por su parte…

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