El cielo encapotado acompañaba el silencio que reinaba dentro del coche. Kilian conducía con gesto serio, la mirada fija en la carretera mientras la ciudad de Belvaronne comenzaba a dibujarse en el horizonte. Alina, sentada a su lado, revisaba su móvil con tranquilidad, como si no acabaran de pactar algo imposible de deshacer.
No hablaban. No hacía falta. Él estaba agotado, pero más por el peso moral que por el cansancio físico. Sabía que había cruzado una línea. Lo sabía en cada movimiento de su cuerpo, en cada suspiro reprimido. Y sin embargo, había una parte de él que no se sentía derrotada… sino extrañamente libre.
A escasos minutos de la ciudad, Alina le pidió que se detuviera.
—Cinco minutos —murmuró, ya abriendo la puerta sin esperar su aprobación.
Entró a una boutique discreta, de esas que solo conocía quien podía pagar sin mirar precios. Kilian se quedó en el coche, con los nudillos apretados sobre el volante, preguntándose qué diablos estaba haciendo con su vida.
Cuando Alin