El motor del coche zumbaba con suavidad mientras el paisaje de Belvaronne se diluía en el retrovisor. El cielo estaba despejado, pero dentro de Kilian, el clima era otra cosa: confusión, vacío, y algo más denso, más sucio… culpa.
Alina estaba a su lado, impecable, con gafas oscuras y un vestido crema que dejaba entrever apenas su clavícula. No hablaba. No hacía falta. Había perfeccionado el arte de decir más con el silencio que con las palabras. Cada tanto, giraba el rostro hacia él, y su sonrisa era breve, medida. Como si supiera que ya no necesitaba seducirlo. Ya lo tenía.
Kilian mantenía una mano firme en el volante. La otra reposaba sobre su muslo, tensa. Había tenido muchas oportunidades de cancelar este viaje. Apretó el botón de encendido del coche, guardó su maleta, incluso avisó a su madre. Pero en ningún momento llamó a Céline. No supo si por cobardía… o por decisión.
—¿Estás bien? —preguntó Alina en algún punto de la autopista, con voz suave.
—Sí —mintió, sin mirarla.
El