Viuda de un Hombre Vivo: Él Fingió Morir, Yo Aprendí a Vivir
Viuda de un Hombre Vivo: Él Fingió Morir, Yo Aprendí a Vivir
Por: Soneste
Capítulo 1: El sonido de una copa rota

Céline Valtieri había planeado la noche como quien intenta cerrar una herida sin bisturí. No era una fecha especial, ni un gesto de rutina. Era un intento: de volver a tocarlo, de mirarse sin ruido, de entender si aún había algo que rescatar.

Habían pasado semanas durmiendo en camas separadas. Los niños estaban con su abuela Clarisse. El penthouse, por una noche, era solo para ellos.

Eligió el vestido granate que él solía elogiar. El de tirantes finos, con la espalda descubierta. Cocinó su plato favorito, encendió velas, puso la misma música de fondo que sonaba en la noche que se comprometieron. Abrió una botella de vino. Frente al espejo, repitió tres veces una frase sencilla que dolía solo con decirla en voz alta: “Te extraño, y todavía quiero que esto funcione.”

A las nueve y cuarto, Kilian Valtieri entró al penthouse. Llevaba el abrigo mal puesto, la corbata desajustada y el gesto de quien no esperaba —ni deseaba— que lo esperaran despierto.

—Hola —murmuró, sin mirarla. Fue directo a la habitación.

Ella respiró, tomó dos copas, y lo siguió.

Lo encontró sentado al borde de la cama, con los codos sobre las rodillas y la cabeza entre las manos. Sus hombros caídos, la espalda curvada. El traje arrugado. El silencio lo rodeaba como un abrigo más.

—¿Podemos hablar? —preguntó Céline.

No hubo respuesta.

Dejó las copas en la cómoda, se sentó a su lado. No muy cerca, pero lo suficiente para que sintiera que seguía allí.

—No quiero reproches. Solo… saber si aún estás aquí. Si todavía hay un “nosotros”.

Él no se movió.

—Yo también estoy cansada, Kilian. Pero aún te elijo.

Intentó tomar su mano. Él la apartó sin brusquedad, pero sin dudas. Se puso de pie con un movimiento torpe.

—No puedo —dijo.

En ese gesto, una de las copas cayó. El cristal estalló contra el suelo. El vino manchó la alfombra como una herida abierta. Un fragmento de vidrio rebotó en su palma. Sangró. Pero él no lo notó.

—Estás sangrando —dijo ella, dando un paso.

—Estoy bien —respondió. Su voz sonaba como si viniera de lejos.

—No, no lo estás. Y lo sabes.

Kilian se giró. La sangre comenzaba a gotearle por la muñeca.

—No puedo fingir. No puedo ser lo que esperan. Ni lo que tú mereces. Ni el hombre que prometí ser.

Céline tragó saliva. Sintió cómo se le acumulaban las lágrimas detrás de los ojos, pero no las dejó caer. Parpadeó con fuerza. No pensaba llorar delante de él. No esta vez.

—Yo no quiero un hombre perfecto. Quiero al mío. Aunque esté roto.

Él bajó la mirada.

—Yo ya no sé cómo quedarme sin sentir que me pierdo.

—¿Y yo? ¿Tú crees que esto no me duele también?

Silencio.

—Entonces, ¿ya te fuiste? —preguntó ella, sin levantar la voz.

Él no respondió.

Kilian caminó hacia el baño. No cerró la puerta del todo.

Céline se arrodilló para recoger los cristales. Lo hizo despacio, como si pudiera restaurar algo si los juntaba bien. El vino se mezclaba con la sangre, y por un instante, todo parecía igual: lo que manchaba la alfombra, lo que manchaba su pecho.

La tela del vestido se deslizó de su hombro derecho. Fue entonces cuando lo vio reflejado en el espejo: el tatuaje. Pequeño, de líneas finas, un diseño que él había hecho en la universidad con un marcador. Una brújula dibujada a mano, mal proporcionada, imperfecta. La aguja apuntaba siempre a una sola palabra, escrita con su letra de entonces.

Flashback hace 9 años

La tarde en que Kilian le dibujó la brújula, Céline llevaba un suéter ajustado y el cabello recogido de forma desordenada. Estaban sentados en el jardín trasero de la Mansión Valtieri, con libros abiertos, hojas por el suelo y una playlist sonando desde el altavoz del teléfono.

Ya llevaban un año juntos.

Un año de escapadas al lago, desayunos robados entre clases, mensajes a medianoche y risas sin temor a lo que venía después.

—Quédate quieta —dijo él, apoyando su cabeza sobre su muslo mientras destapaba un marcador negro.

—¿Qué haces?

—Un recuerdo. Uno que no puedas borrar tan fácil como borras mis mensajes cuando estás molesta.

Ella rió.

—Nunca borro los tuyos.

—Perfecto. Entonces tampoco borres esto.

Y con una ternura torpe, le dibujó una brújula torcida en el hombro. En lugar de letras cardinales, escribió una frase: “Siempre tú, incluso si un día no sé cómo quedarme.”

Céline se quedó inmóvil, como si un conjuro la hubiera atrapado.

—Eso suena a promesa —dijo.

—No. Suena a realidad. Siempre encontrare el camino.

Céline se lo tatuó meses después, sin avisarle. Porque creyó que amar era confiar a ciegas en un mapa que solo ellos entendían.

Ahora, arrodillada sobre el desastre, con la frase aún marcada en su piel y el silencio llenándole la boca, se preguntó en qué momento exacto él dejó de intentar volver.

Desde el baño, Kilian apoyó la frente en el espejo empañado. Vio la mancha de vapor, el reflejo distorsionado de su rostro y la sangre en su palma.

A través de la puerta entreabierta, la vio. Agachada. Recogiendo pedazos de cristal. El hombro descubierto. La brújula en la piel. La promesa escrita con su mano, aún viva en su cuerpo.

Le fallé, pensó.

No solo a ella. Me fallé a mí mismo el día que dejé de saber cómo quedarme, incluso con alguien que aún me elegía.

Y lo peor de todo era que… tal vez ya no supiera cómo volver.

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