El amanecer filtraba una luz grisácea a través de las cortinas. Céline seguía dormida, con la respiración serena y el rostro relajado, apenas cubierto por la sábana que compartían. Kilian no había dormido. O si lo había hecho, fue apenas un parpadeo largo entre remordimientos.
Y sin embargo, algo en él se sentía saciado. Su cuerpo, su ego, su hombría. Ella lo había buscado. Lo había deseado. Y él había respondido no como un hombre derrotado, sino como el esposo que alguna vez fue.
Eso lo confundía más que cualquier otra cosa.
La había sentido entregarse con una verdad que dolía. No había distancia en sus gestos, no había reservas en sus besos. Ella no se aferraba a un recuerdo: lo tocaba a él, al presente, como si aún creyera que podían volver a construirse.
Kilian la miró. Su espalda, la brujula tatuada en su omóplato, el lunar en la base de su cuello, el cabello enredado contra su hombro. Era real. Era suya. Al menos por ahora.
La acercó con suavidad, con ese impulso que mezcl