Celeste.
El amanecer llegó con una luz dorada filtrándose por las ventanas, y con él, una paz nueva.
La cabaña estaba silenciosa, pero no era el silencio de antes. Este era más cálido. Había dos llantos suaves durante la noche, seguidos por suspiros, susurros, arrullos improvisados y una ternura que aún no encontraba palabras para describir.
Los mellizos dormían en una cuna doble que Kael había colocado junto a la cama, tallada por sus propias manos días antes.
Él dormía conmigo, medio torcido, con la cabeza colgando hacia atrás y un brazo extendido como si siguiera protegiéndonos incluso en sueños.
Yo los observaba a todos.
Y aún no podía creerlo.
Un golpeteo suave en la puerta me hizo incorporarme.
—¿Celeste? —escuché la voz de Marcela desde afuera—. ¿Se puede?
Sonreí. Me acomodé el cabello y fui a abrir.
—¡Enhorabuena! —exclamó Marcela apenas me vio, con lágrimas en los ojos—. ¡Por fin han nacido!
—Ya son parte del mundo —dije, riendo.
Detrás de ella, Oliver sostenía una caja en