El sonido de las teclas resonaba en la oficina de Alejandro mientras revisaba, una vez más, los informes financieros de la Fundación Duarte. Había pasado demasiado tiempo ignorando los rumores sobre las irregularidades de su hermano, pero ahora tenía pruebas concretas en sus manos. Santiago no solo había desviado dinero, sino que había creado un entramado de corrupción que, si no se detenía a tiempo, podría arrastrar a toda la familia.
Cada transacción que analizaba confirmaba lo mismo: un fraude sistemático, ejecutado con precisión y respaldado por aliados dentro de la empresa. Empresas fantasma recibían grandes sumas de dinero por “auditorías y consultorías”, pero al rastrear sus registros, Alejandro descubrió que muchas ni siquiera tenían empleados reales. El dinero entraba, circulaba por cuentas en distintos países y desaparecía.
Cerró los ojos por un momento, presionando sus dedos contra las sienes. Santiago había sido meticuloso. Había manipulado balances, sobornado a supervisor