SABRINA
Piero comenzó a inquietarse por mis sollozos y tiré de la sábana que lo cubría desde las caderas con la intención de envolverme en ella. Sin embargo, mis ojos casi se salen de sus órbitas al dejarlo completamente desnudo.
—¡Mi Dios! —grité por la sorpresa de verlo de aquella manera, tumbado boca arriba con vellos en el pecho que descendían casi imperceptibles por el surco de su abdomen, haciéndose más evidente debajo de su ombligo y acabando en su virilidad de manera frondosa.
Tragué grueso e intenté componerme enrollando rápidamente la tela alrededor de mi cuerpo. Sorbí por la nariz y sequé las lágrimas que había derramado al invadirme el pánico mientras Piero despertaba con dificultad.
Frunció el ceño y se llevó ambas manos a la cabeza, dejando su brazo sobre su frente.
—Mon Dieu… —dijo en un suave murmullo, bajando los brazos a los lados de su cuerpo e intentando incorporarse con las palmas.
Lo miré expectante mientras se sentaba en el borde del lecho y llevaba la cabeza ha