Zayn Black permanecía sentado en el amplio sillón de cuero negro en su despacho, observando las luces de la ciudad a través del ventanal. Su mente, como siempre, trabajaba sin descanso, ideando el próximo movimiento que lo acercaría a su objetivo: destruir a Erik Davis. No era solo rivalidad, era algo más profundo, más oscuro. La felicidad de Erik era un recordatorio constante de todo lo que a él le había sido arrebatado, de la vida que nunca tuvo y de las cicatrices que cargaba desde niño.
En su obsesión, Zayn había identificado a su arma más poderosa: Amélie. La dulce niña lo miraba como a un salvador, y él se aseguraba de mantener esa imagen a toda costa. Pero, bajo esa máscara de afecto, Zayn movía los hilos con precisión calculada, alimentando en la pequeña una narrativa retorcida que plantaba semillas de duda y resentimiento hacia sus verdaderos padres.
—Tu papá tiene otra hija, ¿lo sabías? —le dijo una tarde mientras jugaban ajedrez en la sala de su mansión.
Amélie lo miró, des