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Capítulo 4. Una gran presión.

Liam vivía en un barrio lujoso y tranquilo de San Francisco. Su casa era amplia, luminosa y ordenada, al menos, cuando los gemelos estaban dormidos. El resto del día parecía un campo de batalla.

Esa noche, al llegar y abrir la puerta, fue recibido por un torbellino doble de energía.

—¡PAPÁ! —gritaron al unísono Lucas y Matt, y corrieron con los brazos abiertos hacia su padre.

Liam dejó el maletín en el suelo y se agachó para atraparlos en un abrazo.

—¿Qué es esto? ¿Dos terremotos o dos niños?

—¡Niños terremotos! —respondió Matt con una sonrisa desdentada.

La niñera, Carmen, se acercó para saludarlo. Tomó el maletín para colocarlo sobre una mesa y algunos juguetes que se encontraba regados en los alrededores.

—Buenas noches, señor. Los abuelos llamaron otra vez.

—¿Otra vez? —preguntó Liam con el ceño fruncido. Sabía que la mujer se refería a sus suegros, quienes se mantenían muy cercanos a sus hijos desde la muerte de su esposa.

—Sí. Dijeron que vendrán mañana. Necesitan hablar con usted.

Él se mostró unos segundos irritado, pero disimuló su estado frente a sus hijos. Ellos no paraban de contarle todo lo sucedido en el día.

Durante la cena, los gemelos hablaban a la vez sobre un dibujo que habían hecho en la escuela. Él los escuchaba, aunque su mente estaba en otra parte: en una cafetería del centro y en una mujer de ojos profundos que había vuelto de repente a su vida.

—Papá, ¿me escuchas?

Lucas jaló la camisa de su padre para llamar su atención.

—Claro que sí —respondió, sonriendo—. Me decías que el dragón que dibujaste tenía… ¿cuántas cabezas?

—¡Tres! —respondió Matt—. Y volaba sobre una ciudad como la nuestra, pero con más heladerías.

Liam rió, aunque en el fondo sentía un nudo. El lugar que Emma ocupaba en su memoria era como una herida que aún no había cicatrizado del todo. Verla removió recuerdos que ahora lo perturbaban.

Al día siguiente, como lo había anunciado Carmen, los suegros los visitaron.

Julián, siempre impecable con su traje oscuro, y Camila, con su mirada escrutadora. Ambos entraron a la sala como si fuera suya.

—Liam —dijo Camila, sin rodeos—. Tenemos que hablar de los niños.

—Ellos están bien, comen bien, duermen bien y están felices. ¿Qué más necesitas saber? —respondió con ironía.

—Eso es ahora —intervino Julián—. Pero tu trabajo cada vez te deja menos tiempo para ellos. Necesitan una figura familiar estable.

—Tienen a Carmen y me tienen a mí.

—No es lo mismo —insistió Camila—. Y lo sabes.

Liam se mantuvo firme. Notó que sus suegros ya estaban preparados para pelear por la custodia de los niños. Desde hacía dos años, cuando murió su esposa, lo habían hablado en varias ocasiones.

Aunque aumentaron su insistencia luego de que él recibiera la dirección de la constructora de su padre.

—No voy a permitir que los separen de mí —expresó con voz cortante.

—Entonces, haz lo que es correcto —pidió Camila, y lo miró con fijeza—. Cásate.

Liam soltó una risa irónica.

—Como si eso fuese tan fácil.

—Eres un hombre joven, con dinero y buena posición social. Para ti es más fácil conseguir una esposa que quiera a los gemelos y los cuide, que perderlos —replicó Julián.

Los niños entraron en ese momento corriendo a la sala, interrumpiendo la tensión. Camila los abrazó con afecto.

Los gemelos se la llevaban bien con sus abuelos, que eran los únicos que tenían vivos. Ellos le dedicaban toda su atención. A Liam le gustaba que mantuvieran esa relación, pero odiaba la presión que la pareja hacía sobre él.

Sus hijos era lo único que le había quedado de su corto matrimonio con su esposa, que había sido dominado, en su mayor parte, por la enfermedad. No iba a permitir que los apartaran de su lado.

—Veo que sigues metido hasta el cuello en el mercado de la construcción. ¿No te preocupa cómo está todo en California? —consultó Julián mientras se encontraban en la terraza, tomando un whiskey y viendo a los niños jugar en el suelo con su abuela.

—Claro que me preocupa, pero no es un mercado muerto, solo está más selectivo.

—Las tasas han subido, así como el costo de los materiales. Muchas empresas se están ahogando.

—Solo las que no saben adaptarse. Yo ajusté los márgenes, diversifiqué proveedores y me esforcé por mantener los clientes fieles que dejó mi padre.

—¿Clientes fieles? —resopló el hombre—. En ese negocio la fidelidad dura hasta que otro ofrece unos centavos menos.

—Yo no compito solo en precio, sino en calidad y plazos cumplidos.

—Eso suena bien en un folleto publicitario, pero en la realidad los contratos se ganan con capital y con contactos, cosas que tú no tienes en abundancia.

—Tengo lo suficiente para mantener la empresa a flote.

—«A flote» no es la meta. O creces o desapareces, y con la velocidad a la que se están moviendo las corporaciones grandes, no sé cuánto tiempo podrás resistir.

—Resistiré lo que haga falta —respondió con la mandíbula apretada—. No pienso venderme para lograrlo.

—No hablo de venderte, sino de saber en qué mesa sentarse. Tienes a dos hijos, ¿es así como pretendes mantenerlos? Así no les darás estabilidad.

Liam no quiso continuar con esa discusión, sabía que sería una pérdida de tiempo. Su suegro se valía del delicado ambiente de la construcción en el estado para demostrar que no estaba calificado para cuidar de sus hijos.

Se mantuvo tranquilo hasta que se marchó la visita y en la noche, después de acostar a los niños, se sentó en el escritorio de su despacho a pensar en aquel problema.

«Cásate», le había ordenado Camila. «Para ti es más fácil conseguir una esposa que quiera a los gemelos y los cuide, que perderlos», lo había amenazado Julián. Ellos estaban decididos a quitarles a sus hijos e iban a valerse de cualquier cosa para lograrlo.

Debía asegurarlos, no estaba dispuesto a que apartaran a sus hijos de su lado.

Sus pensamientos se mezclaron con el recuerdo de la mirada dulce de Emma y su risa suave, una que había disfrutado en muchas ocasiones en el pasado, incluso, estando los dos sobre una cama.

—Emma… —suspiró con melancolía, hasta que una idea cruzó su mente—. Emma —repitió, pero esta vez con firmeza, incorporándose en la silla.

Ella podría ser la solución a sus problemas.

Necesitaba comunicarse con la mujer, aunque no tenía su número de teléfono ni sabía dónde vivía.

—Lidia —recordó, buscando en su agenda el número de su antigua amiga de la universidad, quien ahora era la secretaria del centro odontológico donde llevaba a sus hijos.

Lidia podía ayudarlo a contactar a Emma.

Sabía que llamarla sería abrir una puerta a un pasado doloroso, pero también intuía que tras esa puerta podía estar la respuesta a su futuro.

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