Quise desmayarme en ese mismo instante. No, es más, hasta morirme.
Porque la vergüenza y la falta de argumentos en mi lengua para la discusión que me esperaba, eran abismales.
Y lastimosamente, no podía esconderme detrás de la sábana para protegerme.
Todas las cabezas voltearon al unísono, viendo detrás de ellos al hombre alto vestido de traje.
Alexander se encontraba junto a la puerta. Su mirada grisácea y severa me observaba directamente. Los músculos de su mandíbula tensos.
Con paso lento, caminó en mi dirección, pero se detuvo cuando se cruzó con uno de los estudiantes, viendo detalladamente el bloc de dibujo. Pude ver cómo su calma se evaporó en un segundo.
De un manotazo, arrancó la hoja y la rompió en un montón de pedazos.
—¡Los quiero a todos fuera! ¡Largo! —gritó, arrojando el bloc al piso—. ¡Y les aconsejo que borren de su retina la imagen de mi mujer si no quieren que les arranque los ojos!
La profesora se veía en conflicto con la aparición de ese hombre que