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Stu luchó por llevar la maldita flecha del mouse a la parte superior de la página, para enviarle una solicitud de amistad a la autora de la carta. Siempre había visto a sus hijas hacerlo con tanta facilidad y rapidez, que jamás se le hubiera ocurrido que pudiera ser tan difícil utilizar el diminuto pad digital bajo el teclado. Vaciló un instante antes de enviar la solicitud, y luego apartó la computadora con brusquedad y se puso de pie.

Tuvo que esperar a que se le pasara el mareo para dar un solo paso, y tan pronto fue capaz encaró hacia la cocina, dejando que el mal humor creciera. Abrió el vino gruñendo entre dientes, sintiéndose un completo idiota, y regresó a la sala. Se quedó parado en medio de la habitación, una mano en la cintura, mirando la computadora con abierta hostilidad.

Sólo entonces advirtió que todavía tenía la carta en la mano. La dejó caer al suelo con rabia, se quitó los lentes y avanzó hacia el ventanal, que ahora se abría a la oscuridad del mar sin luna ni estrellas. Un sonido electrónico reclamó su atención desde el sofá. Lo miró de lejos, huraño, y sus ojos regresaron al ventanal. Un minuto más tarde se acercó a la computadora como quien busca pelea en un bar. La miró desde arriba, sin inclinarse, y sólo alcanzó a distinguir el punto rojo de una notificación. Se puso los lentes gruñendo en voz alta y tomó la computadora, pero no logró mover el mouse así, de pie. Tuvo que sentarse de nuevo, la computadora sobre sus piernas, y luchar con su vista borrosa, su mareo y su rabia hasta que consiguió abrir la notificación.

Alzó las cejas, los labios fruncidos en torno al cigarrillo: solicitud de amistad aceptada.

—Eso fue rápido —murmuró, siguiendo el enlace al perfil de la mujer.

Vio la opción de escribirle un mensaje. Vaciló. ¿Qué diablos buscaba con esta estupidez?

Escribió dos palabras: “Hola. Gracias.”

Apenas lo había enviado cuando se abrió una pequeña ventana en la parte inferior derecha de la pantalla. Se sacó con lentitud el cigarrillo de la boca, tiró la ceniza a la alfombra. ¿Eso era la respuesta a su mensaje?

“¡Hola! Siempre es un placer conocer a otro coiner. ¿Eres nuevo en F*?”

¿Por qué lo llamaba coiner? Le llevó un largo trago de vino imaginar que ella debía haber revisado su perfil. Vio que no tenía contactos y que seguía a Ray y la página oficial de su propia banda, deduciendo que era un fan.

“Sí,” respondió, y luego agregó, “En realidad odio esta m****a.”

Se quedó mirando lo que había escrito. Se preguntó para qué le había hablado si eso era lo único que tenía para decir. Pero antes de hallar una respuesta, ella ofreció otra.

“Todos odiamos F*, pero todos terminamos aquí. LOL.”

Stu se congratuló por haberse sentado alguna vez a ver a su hija mayor chatear con sus amiguitas. De otra forma, hubiera tenido que preguntar qué significaba ese ‘LOL’.

La mujer escribía rápido en inglés.

El cigarrillo le quemó el borde de los dedos y lo arrojó por el ventanal sin siquiera mirarlo, la boca torcida en una mueca pensativa. Tipeó por impulso, como venía haciendo todo en las últimas tres semanas.

“¿Estás en Argentina?” preguntó, para terminar de asegurarse de que era ella.

“Sí. Tú eres de San Francisco, ¿verdad?”

Le respondía casi antes de que él alzara los dedos del teclado, a un ritmo mucho más rápido de lo que su mente ofuscada y sus dedos entorpecidos podían seguir.

“Sí,” tipeó, y esperó.

Pasó un minuto, dos, tres. Stu fumaba y bebía atento al monitor, pero la mujer no volvió a escribir. Se dio cuenta de que se estaba adormeciendo, y en la somnolencia que lo ganaba había un dejo de rabia porque ella no intentaba conversar. ¿No había dicho que eran amigos?

Lo ridículo de la sensación lo despabiló, y advirtió que había aparecido un nuevo renglón en el chat.

“No eres muy conversador, ¿verdad?”

Stu se llevó el teléfono al oído mientras decidía qué responder.

“No. Aún no estoy lo bastante borracho.”

Ray atendió de inmediato.

—Ayúdame. Hace un siglo que no intento ligar —le dijo.

“¿Cerveza?” preguntó la mujer.

—¿¡Qué!? —exclamó Finnegan, sin disimular su incredulidad.

“Vino. ¿Te gusta el vino tinto?” escribió, y repitió en el teléfono:—Que me des una mano.

“No, aunque imagino que todos los varones coiner están obligados a que les guste el vino tinto como a Stewie Masterson. :D”

—¿Qué estás haciendo, Stu? —insistió Finnegan.

—Chateo con ella. No tengo la menor idea qué decir. —Soltó una risita apenas audible que dejó a Finnegan de una pieza y tipeó, “Imagino que sí. ¿Tú prefieres la cerveza?”

“Sí. Sólo bebo cuando estoy con amigos, pero sé disfrutar una Corona cuando se presenta la ocasión.”

“Oh, y eso no es un estereotipo de Slot Coin.”

—¿Stu…? —aventuró Finnegan al otro lado de la línea al escucharle otra interjección de buen humor.

—Te llamo mañana, Ray.

“Sí, sé que suena así, pero créeme que la Corona me gustaba de mucho antes que SC.”

Stu recordó el principio de la carta y sonrió de costado. “Te creo.”

El teléfono sonó junto a su pierna pero no le prestó atención. Sabía que eso pondría a Ray en el primer vuelo de la mañana. Lo tenía sin cuidado.

“¿Y qué haces aquí chateando si odias F*?”

Entornó los párpados, pensando qué responder.

Porque quiero saber qué hay de verdad en tu carta. Era la verdad, pero no podía decirla. Porque como tú dices, las palabras son engañosas, pero me gustó tu imagen del bar. Tampoco. Porque me vendría bien un bar y un desconocido que se haga amigo esta noche, pero no tengo nada de eso a mano. Tenía el doble de palabras de las que le gustaba usar en una respuesta, aun si hubiera estado dispuesto a admitirlo.

Optó por una honestidad más básica.

“Tal vez me sentía solo.”

“Entiendo. Sí, los sábados por la noche son deprimentes cuando estás solo.”

“Tú también estás sola.” Lo afirmó, no lo preguntó.

“Sí.”

“Así que esto es lo que hacen hoy día los solitarios los sábados por la noche.”

“Sí, una gran mayoría.”

“¿Y qué estarías haciendo si no estuvieras en internet?”

“Imagino que estaría leyendo o escribiendo. Ya es tarde para tocar la guitarra. ¿Y tú?”

“Estaría bebiendo.”

“Pero ya estás bebiendo, ¿no? ¿Qué más?”

“Bebiendo más.”

“Ya veo. LOL.”

Ella parecía aceptar que le hiciera preguntas que él mismo rehuía responder. Decidió indagar un poco más.

“¿Por qué estás hablando conmigo si no sabes quién soy? Ni siquiera sabes mi nombre.”

“Pregunta con trampa. Bien, cuesta conocer a alguien si no te comunicas. Y para ser honesta, un poco de conversación superficial me ayuda a distraerme de cosas en las que no quiero pensar. No lo sé, da la impresión de que ninguno de los dos tiene nada mejor que hacer, ¿no?”

Otra vez se tomó su tiempo para leer la larga respuesta. La mezcla de vino y cerveza obraba antes de lo que había esperado, y ella agregó algo antes de que él acabara de aprehender lo que ya había dicho.

“¿Puedo hacerte una pregunta?”

Tardó en contestar. No porque dudara, sino porque todavía estaba leyendo lo anterior.

“Sí.”

“¿Y cómo te llamas?”

Ahora sí dudó antes de responder. Escribió y borró sus palabras varias veces antes de agregarlas al chat.

“Stewart. Mis amigos me llaman Stu.”

“Un placer conocerte, Stewart :D”

¿Ninguna reacción?

Advirtió que no lo llamaba Stu. Sin saber bien por qué, le gustó que no lo hiciera. Al fin y al cabo era lo correcto. Se estiró en el sofá y descansó contra el respaldo con la cabeza hacia atrás, terminando la cerveza de un trago.

No llegó ningún sonido de la computadora y fue eso lo que lo hizo volver a mirar la pantalla. La ventana del chat comenzaba a desdibujarse ante sus ojos, los párpados ya pesados. Por casualidad se dio cuenta de que era su turno de hablar y no lo había hecho.

“Lo mismo digo, Cecilia.”

Se hizo otra pausa. Se sentía aletargado, el cuerpo más pesado aun que los párpados. Quería dormirse antes de que empezara a dolerle la cabeza o el estómago.

“Debo irme,” fue capaz de escribir. “Pero me gustaría que volviéramos a conversar en otra ocasión.”

“Por supuesto. Cuando quieras. Sólo pásate, como hoy.”

“Gracias. Adiós.”

“Adiós.”

Stu bajó la tapa de la computadora y cerró los ojos, haciéndola a un lado para que le hiciera compañía a la guitarra. No cambió de posición. Apenas recordó soltar la botella vacía sobre la alfombra, junto al sofá, antes de quedarse dormido con los lentes puestos.

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