Esa misma tarde, mientras hacía un encargo especial de pan para un evento benéfico en el barrio, Sofía se encontró con un pequeño milagro en forma de panadería antigua. El local era diminuto, con un escaparate empañado por el vapor y el aroma inconfundible a masa madre y leña. Dentro, un anciano con manos enharinadas y ojos vivarachos sacaba hogazas de un horno de piedra. Era Fernando, el maestro panadero del que Pilar le había hablado en varias ocasiones, un referente en la tradición panadera de Madrid.
—¡Buenas tardes! —dijo Sofía, sintiéndose atraída por el calor y el olor del lugar.
Fernando levantó la vista. —Buenas tardes, hija. ¿Buscas un buen pan? Aquí lo tengo, con la receta de mi abuelo, y de su abuelo, y del abuelo de su abuelo.
Sofía se acercó, fascinada por el lugar. Le habló de "El Sabor del Amor", de sus postres. Fernando la escuchó con atención.
—Así que mezclas lo de antes con lo de ahora, ¿eh? Eso es valiente. Pero no te olvides, hija, que lo de antes es el cimiento.