El silencio era tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Lorena y Larissa observaban la opulencia de la mansión Del Toro con la boca ligeramente abierta, mientras la sonrisa de Damián se volvía cada vez más tensa. Se sentía como el anfitrión de una cena familiar donde los invitados no se conocían, y la tensión, lejos de disiparse, crecía con cada segundo. Mariah, con su mirada de desprecio, no hacía más que empeorar la situación.
—¿Señoras? —intervino Paula, con una sonrisa genuina—. ¿Les gustaría que les mostráramos sus habitaciones? Deben estar exhaustas.
—Sí, por favor —respondió Larissa, con la voz más suave de lo normal—. Un poco de descanso nos vendría bien, mira a su madre con expresión de advertencia.
Damián les ofreció un gesto para que siguieran a Paula, quien les mostró un ala de la mansión. Las habitaciones eran tan grandes como un apartamento, con camas tamaño king, baños de mármol y vistas a un jardín de invierno perfectamente cuidado.
—Esto es ridículo —murmuró Lo