—¿Qué tipo de accidente? —preguntó Rubí con urgencia.
Sabrina frunció ligeramente el ceño.
—Durante todo el embarazo estuve sana, pero dos días antes del parto comencé a sentir un fuerte dolor abdominal y empecé a sangrar, aunque la fuente no se rompió. Mi médico de cabecera no se atrevió a atenderme allí. Dijo que, por mi estado y por los riesgos, lo mejor era trasladarme al hospital para recibir atención completa. No había otra opción. Así que fuimos.
—¿Y qué pasó después? —preguntó Rubí, cada vez más nerviosa.
Aunque habían pasado casi veinte años, sentía un nudo en el estómago, como si estuviera reviviendo aquel momento con ella.
Sabrina exhaló lentamente, su voz se volvió opaca, cargada de impotencia.
—Conseguimos una habitación privada, pero la noche antes del parto ocurrió otro accidente. La tubería de agua del hospital se rompió y la habitación se inundó. El agua de los rociadores cayó directamente sobre mi cama; me empapó el cuerpo y el cabello.
Rubí la observó con asombro.
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