Silas.
Haber enterrado a mi padre fue tan doloroso, que no quería alejarme de la tumba. Silvana apoyó una mano en mi hombro, sus ojos hinchados demostraban lo mucho que lloró.
—Felicidades, hermano, ahora nadie te dirá qué hacer…
—¿Crees que yo quería esto? —Fruncí el ceño.
Cualquier palabra me estresaba y la tomaba para mal. La única que lograba calmarme era Naomi, con su dulce aroma lleno de tranquilidad. Ella estaba con su mejor amiga, cerca de nosotros.
—No te estoy echando la culpa —murmuró, con la voz apagada y las cejas hundidas.
Apreté los labios.
¿Quién diría que terminaría siendo la máxima autoridad por la muerte de papá?
Mi madre caminó a pasos lentos hasta llegar hacia nosotros, ella no me había dirigido la palabra desde lo que sucedió. Su herida pudo regenerarse con ayuda de un sanador, pero nadie le quitaba esa mirada asesina y llena de rencor hacia mí.
Llevaba un abanico como toda una señora en velorio.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó, entre dientes.
Silvan