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Capítulo 32. ¿Podemos sólo dejar que pase?

La presencia de Santiago era tan intensa, tan poderosa como la primera vez que se había sentido abrumada por el magnetismo casi animal que la atraía, tan eléctrica que Muriel no supo, o no quiso, detenerlo.

Arrastrada por la sangre retumbando en su cabeza y el fuego que le brotaba de la piel, terminó enroscada entre los brazos fuertes de ese hombre que, sin decir ni una palabra que rompiera el hechizo, la elevaba sin dificultad para besarla a su antojo, aferrándola de la cintura, como si fuera de papel…

En algún momento la puerta del elevador se abrió, le siguió la de una habitación, y luego los envolvió la penumbra de una suite de lujo apenas iluminada con los veladores y las luces de Roma brillando de fondo en el enorme ventanal del balcón.

Ella sólo podía percibir el latido de su corazón desbocado, y la electricidad en su bajo vientre al sentir entre sus piernas, presa aún bajo la tela del pantalón, una dureza descomunal que la remontaba a sus primeras fantasías.

Era una locura.

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