Guille
El eco de mis golpes resonaban por el gimnasio.
El cuero del saco vibraba con cada impacto, devolviéndome la fuerza en los nudillos, recordándome dónde estaba.
—¡Izquierda-derecha, Cruz! ¡Más rápido! —la voz de Eduardo retumbó detrás de mí.
Obedecí al instante. Jab de izquierda, recto de derecha. Mi brazo izquierdo cortaba el aire como un látigo, el derecho lo seguía con más peso, con más rabia. El sudor me corría por la frente, pegándome el cabello al rostro.
—¡Otra vez! —gritó Eduardo.
Inspiré hondo y volví a lanzarlo.
Izquierda, derecha. Izquierda, derecha.
Me imaginaba la cara de Héctor delante, o la de cualquiera de esos tipos que siempre me miraban por encima del hombro en los gimnasios. El saco oscilaba fuerte, y yo apenas le daba un respiro antes de golpearlo otra vez.
Llevaba toda semana en ese ritmo de entrenamiento de doble horario.
—¡Gira sobre los pies! ¡Marca el ángulo! —gritó mi entrenador otra vez.
Di un paso lateral, esquivé un golpe invisible, y volví al at