Algunas horas después de la masacre en Santa Mónica
El vaso de whisky temblaba ligeramente en la mano de Voss. Eso solo bastaba para que su mandíbula se tensara. Había construido su imperio sobre la amenaza, la precisión y la audacia, nunca permitiendo que el mundo vislumbrara una grieta en la superficie.
Pero esta noche, en el silencio cavernoso de su oficina en el ático, con la ciudad arrastrándose bajo él como un campo de brasas moribundas, sintió algo que despreciaba con cada célula de su cuerpo: inquietud.
Los cadáveres habían desaparecido. No uno, no tres, sino una docena entera. Un convoy entero destripado y borrado como si la noche misma se los hubiera tragado. Sin llamadas a la policía. Sin rumores. Sin filtraciones. Voss había pasado su vida enseñando a los hombres que los cuerpos siempre dejaban un rastro. ¿Pero esto? Esto era el mensaje de Vincent Moretti. Brutal. Limpio. Ruidoso en su silencio.
Levantó el vaso a sus labios. El bourbon era demasiado dulce, cubriendo su len