Eliza
Después de contemplarlos por un rato, salí a encontrarme con Luciano. Al ver de cerca a la gente arrodillada, sentí que algo se retorcía dentro de mí, tal vez era un sentimiento de culpa, tal vez empatía. De cualquier modo, no podía ignorarlo.
Luciano estaba de pie, con los brazos cruzados y la mandíbula apretada, como si contuviera un fuego interior. Así que extendí la mano, tomando la suya con suavidad.
—Ven conmigo. —Dije en voz baja, alejándolo unos pasos de los demás.
Él me dejó guiar.
—¿Cuál es el castigo exactamente? —Pregunté, manteniendo la voz suave.
No dudó. —Deben estar arrodillados durante ocho horas. Después, olvidaremos el asunto.
Abrí la boca con incredulidad. —¿Ocho horas? Luciano...
Sus ojos buscaron los míos, inexpresivos por un momento. —¿Qué?
Suspiré y traté de explicarme. —Sé que lo que hicieron estuvo mal y que me faltaron al respeto... pero también escuché lo que hiciste por Ángel. Siempre le has tenido cariño, ¿no? Siempre la has protegido.
Asintió leveme