Demian ingresó a la agencia de modelaje con pasos cortos y controlados, la corbata aún algo torcida por la prisa, la rabia latente en cada músculo. Conocía aquel lugar a la perfección: había paseado por sus pasillos muchas veces por negocios, por compromisos familiares, por mera curiosidad. Hoy no había tiempo para formalidades. Sofía tenía quien la defendiera; él no iba a permitir que ese imbécil la molestara un minuto más.
Avanzó por los pasillos con la mirada fija, preguntó a una oficinista que tecleaba sin levantar la vista y ésta señaló una habitación con un gesto mecánico.
—Puede esperar a que el joven salga —murmuró—. Está en sesión de fotos.
Demian ni siquiera escuchó la frase completa. Empujó la puerta sin avisar. En el interior, Emilio posaba con una ropa de marca, impecable y confiado, rodeado de asistentes y focos. Un empleado intentó interponerse, pero la sola presencia de Demian —esa autoridad que imponía sin palabras— bastó para que el hombre retrocediera.
Se acercó en