Joaquín
Habían pasado más de sesenta minutos desde que llamé a mi madre.
Había aprendido a tener paciencia con doña
Angélica Hernández viuda de Salinas, pero esto ya era demasiado. Miré por quinta vez mi teléfono: ni un mensaje, ni una llamada. Nada.
Suspiré, moviendo los papeles sobre mi escritorio como si estuviera ocupado, pero en realidad no estaba haciendo nada.
Tomé mi teléfono y lo revisé por décima vez cinco minutos. Nada. Ningún mensaje de la doña. ¿Cuánto tiempo más iba a dejarme en esta tortura?
—¡Pasante! —dijo una voz familiar detrás de mí.
Levanté la vista y vi a Felipe apoyado contra el marco de su puerta, con esa sonrisa que siempre traía problemas.
—Ven a mi oficina un momento, —añadió, señalándome con un movimiento de cabeza.
Lo miré, y por un momento consideré decirle que estaba ocupado. Pero algo en su mirada me hizo dejar los papeles en la mesa y levantarme.
Me senté frente al escritorio mientras él cerraba la puerta detrás de mí.
—¿Recuerdas a González? —pregu