Mundo ficciónIniciar sesiónLa refrescante brisa del mar se filtraba por la ventana del lujoso restaurante donde cenaríamos. Frente a nosotros, el oleaje celeste golpeaba con fuerza contenida, y en pocas horas rozaría la entrada del local. En menos de una hora, el sol se guardaría tras el océano, ofreciéndonos un panorama mil veces más espectacular que el actual.
Devolví mi mente a la realidad y le ofrecí una cálida sonrisa a mi acompañante, o por lo menos eso esperaba que él percibiera. Pero Adrien mantenía la vista clavada en el horizonte, como si esperara a que el mar le ofreciera algo. Su mandíbula se tensaba al morderse el interior de la mejilla, gesto que ya comenzaba a reconocer como uno de concentración.
—¿Te gustaría quedarte a ver cómo se esconde el sol? —preguntó, sin apartar la mirada del océano.
Su voz rompió mi ensimismamiento. Lo miré, intentando descifrar si su invitación venía desde la simple cortesía o era su mero deseo.
—Me encantaría —dije. Y era verdad, aunque no lo suficiente para que mi voz no titubeara al pronunciarlo.
Él giró hacia mí por fin y, esa sonrisa suya, tan cómplice y apenas torcida, encendió una chispa cálida en mi pecho. En ese instante comprendí que lo que más deseaba no era ver la puesta de sol… sino verla reflejada en sus ojos.
A diferencia de mí, que me sentía cohibida y confusa, él se mantenía seguro, irradiando confianza. Y como no, si tenía el aspecto de un Adonis, ofreciéndome su brillante mirada verdasca, con ese rebelde cabello dorado suyo ondeando con suavidad por el viento. Su piel casi bronceada aún mantenía tonalidades rojizas por el tiempo en el que fue expuesta. Podría babear ante su belleza, pero lo que me hipnotizaba era esa sonrisa tierna, imborrable.
Adrien hojeaba la carta con aire distraído mientras leía la carta con los diversos manjares que ofrecían a sus comensales. De vez en cuando, su boca se ensanchaba en una mueca burlona, mostrando su dentadura perfecta. Quizás sabía que me atraía. Cada vez que me pescaba mirándolo, apartaba la vista con torpeza, y él respondía con una risa grave que escapaba de sus labios carnosos, burlándose de mi vergüenza.
Por fin mi incomodidad acabó una vez la camarera nos trajo nuestra cena, yo había pedido un arroz de mariscos, junto a un ceviche de pescado y conchitas, mi respectiva torta de choclos, con un jugo de maracuyá para acompañar. Y un toque de rocoto. Era un platillo característico en Perú, mi país natal. Pero el cual nunca tuve la oportunidad de probar hasta ahora y menos así de fresco, por ello aproveché el momento y sin siquiera tocar la carta lo pedí. Serían veintiocho días y me aseguraría de disfrutarlos al máximo. Vacaciones de verdad.
La primera cucharada de ceviche despertó mis sentidos de golpe: el ácido justo, la frescura penetrante del pescado que parecía haber salido del mar minutos antes, la tibieza de la dulce torta de choclo como un abrazo inesperado. Me dejé llevar por ese instante puro.
—¿Está tan bueno como parece? —preguntó Adrien, con una chispa divertida en los ojos, jugueteando con su tenedor.
Asentí sin responder, aun saboreando. Él se inclinó hacia mí, y por primera vez noté que su perfume competía sutilmente con el olor del mar. Una fragancia cálida de cedro y cítricos. Mi mente voló a una imagen suya, talando madera y bebiendo jugo de naranja sin camisa, o quizás un poeta que escribía versos bajo un cargado cedro e hidrataba sus labios con una mandarina tierna, y esos aromas se apropiaron de su piel…
—Tengo la impresión de que tú y el mar tienen una conexión secreta —dijo en voz baja, mirándome como si pudiera leerme.
No supe si reír o sonrojarme. Elegí llevar el vaso de maracuyá a mis labios, pero su mirada me siguió, tan firme como las olas que seguían golpeando más allá de la terraza. Me sentí expuesta. Y, sin embargo, por primera vez en mucho tiempo, no quise huir de esa exposición.
Le devolví la mirada, esta vez sin esquivarla. Su sonrisa se suavizó, dejando atrás la burla, volviéndose… ¿ternura? ¿Admiración? No lo supe. Aunque en ese momento entendí que no era solo una cena: era el preludio de algo que aún no sabía nombrar.
Mientras comíamos, me sentía tan extasiada que por un momento temí explotar de alegría. Recordé un dicho de mi madre: “Después de tanta risa, la felicidad se convierte en tristeza, y lloras el doble de lo que reíste”. Crecí con la idea de que cada vez que la felicidad tocaba mi puerta, acabaría llorando. Y la vida me demostró que era cierto. Todo lo que alguna vez me hizo feliz…
—¿No te ha gustado tu comida o le has puesto mucho picante? —exclamó Adrien, mirándome expectante. Sus manos detenidas en los cubiertos, troceando con habilidad el pescado de su plato. Su rostro serio, sin el brillo de antes, apagó la atracción que por un momento me tuvo hipnotizada.
—Está exquisita, siempre deseé probar esta comida —respondí, cohibida. Me encogí en el asiento, recordando la propuesta que acepté.
—Te ves afligida. ¿Te molesta mi compañía?
Por algún motivo al mirar esos brillantes ojos, no pude evitar sentir alguna familiaridad y mi corazón se aceleró deseando mantener siempre esa luz en su mirada. De nuevo apareció su deslumbrante sonrisa y emitió una sonora carcajada, posando su vista en mí. Por enésima o quizás vigésima vez ante él, me sonrojé avergonzada sin saber que le había hecho reír.
—¿Te afecta acaso mi presencia?
Preguntó en un tono burlón, pero tan insinuante… que provocó que me atragantase con el agridulce jugo que de ocurrente me llevé a la boca y me llevó a toser hasta las lágrimas.
—¿Estás bien? —preguntó Adrien, me ofreció una servilleta con una de sus manos y mantuvo la otra sobre mi espalda, sin despegarla ni un segundo.







