「 ✦ TE COMPRE UNA ESPOSA ✦ 」

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―Los envíos están listos. ―dijo André, el mejor amigo y mano derecha de Santino.

Santino D’ Luca, sentado en su silla de ruedas, asintió levemente. Sus ojos azules, normalmente llenos de una intensidad ardiente, parecían distantes, perdidos en pensamientos más allá de los negocios.

―Los mexicanos estarán contentos con la mercancía. ―continuó André, una sonrisa sutil asomando en sus labios. ―Nos han hecho el pago adelantado. Este será el primero de muchos negocios.

Hubo un silencio. André observó cómo su jefe procesaba la información, esperando una reacción que confirmara su presencia en el momento. Pero Santino estaba en otro lugar, su mente atormentada por recuerdos y preguntas sin respuesta.

―Santino… ¿Santino, estás escuchando? ―preguntó André, su tono ahora teñido de preocupación.

El hombre parpadeó, volviendo al presente con un suspiro casi imperceptible.

―Sí. ―respondió con voz ronca, como si cada palabra le costara. ―Dijiste que los mexicanos pagaron el envío y que haremos más negocios.

André lo miró fijamente, una ceja arqueada en expresión de duda.

―Eso lo dije hace rato. Te estaba diciendo que todos están preguntando por ti. No puedo seguir excusándote y dar la cara todo el tiempo. En algún momento tendrás que volver al frente. Además, en la empresa los accionistas están tensos. Ya sabes cómo son.

Una mueca cruzó el rostro de Santino. Desde su salida del hospital, seis meses atrás, se había recluido entre las paredes de su mansión, negándose a enfrentar el mundo exterior. No se sentía listo aún, prefería mantener esa fachada de hombre desvalido y amargado. Pero no era solo una fachada; la amargura era real. El accidente había descubierto la verdadera naturaleza de aquellos que lo rodeaban, una realidad que no podía ni quería olvidar.

―Lo haré, André, pero no todavía. ―dijo Santino con una voz que, aunque tranquila, llevaba el peso de una decisión irrevocable. ―Necesito seguir manteniéndome lejos, dejar que el responsable tome confianza y muestre su rostro.

André suspiró, su expresión era un lienzo de frustración y lealtad.

― ¿Qué ha pasado con las investigaciones? ―preguntó, buscando alguna esperanza.

―Aún nada. ―respondió André, su tono endureciéndose. ―Los vídeos del taller donde estaba el auto fueron borrados y los empleados afirman no saber nada. Pero es un hecho que el auto fue manipulado. No fallaron los frenos por nada, Santino.

El hombre en la silla de ruedas apretó los dedos con tanta fuerza que sus nudillos se volvieron blancos. Sus ojos se oscurecieron, reflejando una sed de venganza que no necesitaba palabras.

―Sigue investigando. ―ordenó. ―Mientras tanto, yo seguiré con mi fachada. No me conviene que sepan la verdad.

André se inclinó hacia delante y preguntó en voz baja.

― ¿Ni siquiera tu madre?

―No. ―contestó con una firmeza que no dejaba lugar a dudas. ―Ni siquiera ella.

― ¿Estás pensando que…? ―André comenzó a decir antes de ser interrumpido.

―No seas imbécil. ―lo regañó. ―Por supuesto que no dudo de mi madre, pero si llegase a saber la verdad, no podría mantenerlo en secreto. Ya la conoces.

André tenía que reconocer que Santino tenía razón. Justo cuando iba a verbalizar su acuerdo, la puerta del estudio se abrió con un movimiento suave pero decidido. La figura de una mujer elegante y con una presencia que llenaba la habitación se delineó en el umbral.

Era ella, la madre de Santino tenía un porte digno y una mirada que parecía atravesar las paredes que su hijo había levantado a su alrededor.

―Madre. ―dijo Santino, maniobrando su silla de ruedas para acercarse a ella.

Grecia D’ Luca, con su elegancia innata a sus cincuenta años, no podía evitar la preocupación que sentía por su hijo, aunque él ya fuera un hombre hecho y derecho.

―Cariño, te perdiste el desayuno y vas por el mismo camino con el almuerzo. Tienes que alimentarte. ― expresó, inclinándose para dejar un beso en la frente de su hijo.

André, observando la escena desde su lugar, sonrió ante el intercambio. La calidez maternal siempre tenía un efecto en él, un recordatorio de la humanidad que aún residía en los rincones de aquel negocio endurecido.

―Mamá. ―gruñó Santino, con una mezcla de afecto y molestia. ―No tengo hambre y además estoy en un asunto importante con André. Comeré más tarde.

―No. ―replicó ella con seriedad. ―Comerás ahora. ―Se irguió y sus ojos se tornaron solemnes, lo que captó inmediatamente la atención de su hijo.

― ¿Qué pasa? ―preguntó él, percibiendo la gravedad del asunto.

―Primero come y…

―Madre, no tengo tiempo. Ve al grano y dime qué pasa. ―la interrumpió Santino con impaciencia.

Grecia a veces no soportaba el temperamento de su hijo. Antes del accidente que se llevó a su marido y dejó a su hijo confinado a una silla de ruedas, él era amable, dulce y sonriente. Ahora, se había vuelto amargado y frío, y ni siquiera ella era inmune a su nueva personalidad.

―Bien, entonces seré directa. ―dijo con firmeza, mirando fijamente a los ojos verdes de su hijo, un reflejo de los suyos propios. ―He organizado una boda.

Las cejas de Santino se fruncieron, un mal presagio creció en su interior.

―Tu abuelo te ha comprado una novia.

Santino tardó un momento en procesar la noticia, era como si las palabras de su madre fueran un idioma extranjero que luchaba por entender. Cuando las piezas finalmente encajaron, su respuesta fue visceral.

― ¡¿Te volviste loca?! ¡¿Perdiste la m*****a cabeza, madre?! ―exclamó con una mezcla de incredulidad y enfado.

― ¡Modela tu lenguaje, jovencito! ―le regañó Grecia, imperturbable ante el estallido de su hijo. ―Tendrás 30 años, pero sigo siendo tu madre, Santino, y no me vas a hablar en ese tono.

El hombre apretó los labios y tomó un par de respiraciones profundas, intentando recuperar el control.

―Mamá, no necesito una esposa. ―gruñó. ―Estoy bien como estoy. ¿Qué te hace pensar que quiero a una mujer incordiando todo el día?

― ¿No la necesitas? ¿Estás seguro? ―preguntó Grecia, su voz era un manto de preocupación maternal. ―Hijo, tú no ves lo que yo veo. Te estás consumiendo en tu propio dolor. Has dejado tu vida de lado, ya no sales, te la pasas amargado, no recibes a nadie. Y apenas tienes 30 años. El hecho de que estés en una silla de ruedas no significa que…

La risa burlona de Santino interrumpió el discurso de su madre, llenando el estudio con su amargura.

―Mamá, de verdad que eres única, ―dijo con un tono que rozaba la condescendencia. ―Soy tu hijo y siempre me verás con ojos de amor, pero… ¿No me ves? ―preguntó, y sus ojos se oscurecieron aún más detrás de la máscara.

Sí, Santino usaba una máscara para ocultar su rostro quemado. El accidente le había arrebatado más que la movilidad de sus piernas; también había desfigurado su cara, por lo que llevaba una máscara que cubría la mayor parte de su rostro, dejando solo sus labios a la vista.

Grecia miró a su hijo con un dolor que solo una madre puede sentir. A sus ojos, Santino era perfecto tal como era, y su corazón se desgarraba cada vez que veía lo que se había convertido. Ella había estado de acuerdo con su suegro con la esperanza de que una compañera pudiera hacerle compañía y, con suerte, descongelar su corazón helado.

―Ya está decidido, Santino, ―dijo Grecia con decisión. ―Tendrás una esposa, yo quiero nietos, quiero alegría en esta casa, y, además, quiero que vuelvas a sonreír.

El hombre en la silla de ruedas se conmovió por las palabras de su madre, de verdad no quería herirla, pero decirle la verdad no era posible en ese momento, así que tenía que seguir con su personaje.

―Pues me niego. ―replicó. ―si traes a esa mujer aquí, le voy a hacer la vida imposible, madre. ―sentencio ―tanto que no durará unas horas, no quiero, ni necesito una esposa. Además ―pregunto burlón. ― ¿quién se casaría con un lisiado y un monstruo?

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