「 ✦ SIN CORAZÓN ✦ 」

「 ✦ SIN CORAZÓN ✦ 」

―Santo cielo, Sophia, ¡estás muy caliente! ―exclamó, Janna, su voz teñida de ansiedad mientras tocaba la frente de su amiga, buscando confirmar sus sospechas.

Sophia intentó ofrecer una sonrisa tranquilizadora, aunque pálida y débil.

―No te preocupes, estoy bien, solo es un resfriado ―respondió con una voz que pretendía ser firme, pero que no lograba ocultar el leve temblor provocado por la fiebre.

Janna frunció el ceño aún más preocupada.

―Pero eres asmática y… ―Hizo una pausa, sopesando sus palabras antes de continuar con determinación. ― ¿Sabes qué? Vayamos al hospital.

La reacción de Sophia fue inmediata, levantando una mano en señal de detención.

―No ―dijo con firmeza, aunque su voz se suavizó al explicar su situación. ―Estoy bien, de verdad, además… no tengo dinero para pagarlo.

Su expresión se tornó triste al recordar la dependencia financiera de su tía, ella era quien administraba su herencia y apenas le proporcionaba lo justo para sus gastos universitarios y algunas medicinas para su madre. Janna, mostrando una mezcla de frustración y compasión, se apresuró a ofrecer una solución.

―Puedo pagarlo por ti, tengo algo ahorrado…

 Sophia sacudió la cabeza, rechazando la generosidad de su amiga.

―No, Janna, sé que eso es para tu sueño de abrir tu propia cafetería. ―Una sonrisa triste adornó sus labios mientras agregaba ―Voy a estar bien, lo prometo.

Su determinación era férrea, aunque no podía ocultar completamente su vulnerabilidad. Janna suspiró, reconociendo la obstinación de su amiga.

―Está bien, pero me llamas en cuanto llegues, ¿vale?

―Ok ―respondió Sophia, acercándose para envolver a Janna en un abrazo leve, pero lleno de gratitud y afecto.

Lo que ninguna de las dos sabía era que esto le estaba dando la oportunidad perfecta a la tía de Sophia para avanzar con sus planes ocultos.

***

―Señora, la niña Sophia, está ardiendo en fiebre ―expresó la empleada con preocupación, interrumpiendo el tranquilo momento de Norma mientras tomaba su té de la tarde.

La mención de la fiebre de Sophia hizo que Norma alzara una ceja, un gesto que mostraba su personalidad fría y calculadora.

― ¿Fiebre dices? ―preguntó Norma, su tono impregnado de indiferencia.

―Sí, señora, desde que llegó se veía mal. Creo que debemos llamar al médico o llevarla al hospital ―insistió la empleada, esperando provocar algún atisbo de compasión en su ama.

Pero Norma respondió con una determinación helada, poniéndose de pie y dirigiendo una mirada amenazante hacia la empleada.

―Nadie va a llamar a nadie y no iremos a ningún hospital ―declaró ―Mejor llama un taxi.

― ¿Un taxi? Pero señora, ella… ―La empleada intentó protestar, preocupada por la salud de Sophia, pero fue interrumpida bruscamente.

― ¿Te pago para que hagas preguntas? ¿O es que quieres ser echada a la calle? Te recuerdo que tienes un mocoso que alimentar ―amenazó Norma.

La empleada bajó la cabeza con impotencia, consciente de que su situación económica y familiar la hacía vulnerable a las humillaciones de la mujer.

―Lo siento, señora ―murmuró, resignada a seguir las órdenes.

―Bien, ahora ve a hacer lo que te ordené ―exigió Norma con frialdad.

Una vez sola, se dirigió hacia la habitación de Sophia, ubicada en el área de servicio. Era un viejo depósito con filtraciones, reflejaba el desdén con el que Norma trataba a su sobrina. Al entrar, sus ojos se clavaron en la figura débil de Sophia, y el odio que sentía por ella burbujeó en su interior.

―Debiste haber muerto, apenas abriste tus ojos, Sophia. Pero no, sobreviviste y te quedaste para torturarme una y otra vez ―susurró con veneno en su voz. ―Pero yo voy a condenarte, a hacer tu vida, un infierno más de lo que ya es.

Norma se acercó lentamente a Sophia, su paso era medido, casi como si disfrutara del dramatismo del momento. Con un gesto que parecía más una formalidad que una verdadera preocupación, tocó la frente de Sophia. Estaba demasiado caliente, una fiebre lo suficientemente alta como para mantener a Sophia en un estado de inconsciencia. La gravedad de su estado era evidente, pero la preocupación parecía estar ausente en los ojos de la mujer.

―Señora, el taxi está esperando ―informó la empleada desde la puerta, sus ojos cargados de lástima al mirar a la joven acostada en el catre.

A pesar de la urgencia, su tono era resignado, como si ya conociera la respuesta a cualquier pregunta que pudiera surgir sobre el bienestar de Sophia.

―Bien, ve por Tomás ―ordenó Norma sin mirar a la empleada.

La mujer esta vez no preguntó, se dio la vuelta y poco después regresó con Tomás, el jardinero, un hombre de aspecto robusto cuya expresión reflejaba una mezcla de confusión y preocupación. Sin embargo, sabía que no era su lugar cuestionar las órdenes de la señora de la casa. Así que, por orden de Norma, cargó en sus brazos a Sophia con cuidado y la metió en el taxi.

A pesar de su apariencia ruda, sus movimientos eran gentiles, tratando de perturbar lo menos posible a la joven enferma. Luego, siguiendo las instrucciones precisas de la señora de la casa, pagó al taxista el doble de la tarifa habitual y le dio la dirección que ella le había ordenado.

Mientras el taxi se alejaba, la expresión en el rostro de Norma era indescifrable. ¿Era satisfacción? ¿Indiferencia? Solo ella sabía cuál era el destino final de Sophia y qué esperaba lograr con esto. 

Cuando el taxi se detuvo delante de las grandes puertas negras, la opulencia de la mansión detrás de ellas era evidente incluso desde la distancia. Un guardia de seguridad se acercó rápidamente al vehículo, su mirada inquisitiva dejaba claro que no cualquier visitante era bienvenido.

― ¿Quién eres? ―preguntó el guardia, su voz profunda y autoritaria.

El taxista, al ver el aspecto intimidante del hombre y de los muros que protegían la propiedad, tragó saliva nerviosamente antes de responder.

―Yo solo cumplo órdenes, me dijeron que la trajera aquí ―explicó, intentando mantener la calma.

Su mirada se desvió hacia el espejo retrovisor, donde podía ver a Sophia aún desmayada en el asiento trasero. Uno de los guardias de seguridad se asomó al interior del taxi y, al ver a Sophia en ese estado, no pudo evitar preocuparse. Habló brevemente por su micrófono, y después de unos minutos de espera que parecieron eternos para el taxista, abrió la puerta trasera del vehículo. Y con una mezcla de eficiencia y cuidado, el guardia cargó en brazos a Sophia y se dirigió hacia la gran casa, mientras tanto, el taxista, aliviado de haber cumplido su tarea y ansioso por alejarse de ese lugar tan intimidante, se apresuró a irse tan rápido como pudo. La mansión, con sus puertas ahora cerrándose lentamente detrás del guardia y Sophia, escondía los secretos y las decisiones que aguardaban dentro.

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