LISA GALINDO
En cuanto el auto se estacionó frente al enorme pórtico de la finca, me quedé maravillada por la arquitectura y los colores. A lo lejos se veían los viñedos, llenos de verdor. El lugar parecía un edén.
Los autos del resto de la producción llegaron a los pocos minutos, incluyendo a las modelos que participarían en la publicidad.
—¿No es hermoso? —preguntó Antonio viendo todo tan asombrado como yo.
—Sí, es… fantástico —contesté y de nuevo la incertidumbre me embargó—. ¿De quién es este lugar? Yo sé que te emociona mantenerlo secreto y piensas que será una gran sorpresa, pero…
—¡Bien! Ya sé que no te gusta lidiar con las sorpresas —contestó plantándose frente a mí, dominándome con sus enormes ojos avellana—. Tu amigo me llamó, me dijo que quería publicidad para su empresa de vinos, pues quiere comenzar a mandar su producto a otros países.
—¿Mi amigo? —pregunté confundida, frunciendo el ceño—. Yo no tengo amigos.
—Oye… pero no debes de sentirte mal por eso —contestó dándo