—¿Ramiro?—, gritaba Ximena entrando en el jardín con el césped debajo de sus zapatillas.

La luz de la luna se reflejaba en una de las fuentes y el rebote iluminaba su rostro en medio de la oscuridad a medias que había en todo el lugar.

—Ésto es muy fácil...—, dijo Justo desde una distancia de cincuenta metros aproximadamente.

Comenzó a apuntar con su pistola y se lamía los labios mientras lo hacía.

Aquello era un tiro realmente fácil. Solo debía tirar del gatillo y Ximena caería muerta sobre el jardín.

Su cerebro dió la orden de disparar, pero su dedo índice se quedó paralizado. En ese momento, Justo entendió que no podía hacerlo. Jamás podría matar a la mujer que amaba a su obsesiva y enfermiza manera.

—¡Maldición!—, dijo bajando la pistola y sabiendo que ya no lo iba a hacer.

Así que decidió seguir moviéndose entre los arbustos para encontrar la manera de salir con vida de la mansión Lancer.

Ramiro apareció en el jardín de la mansión y se encontró con la preocupante escena de