Clara.
Ha pasado una semana, y todavía no soy capaz de quitarme esta sensación asfixiante de encima. Tampoco he podido volver a mirarlo a la cara, lo cual se traduce a qué he estado comportándome como una estúpida todo este tiempo. Y la peor parte es que no puedo simplemente ignorarlo, todo porque soy su maldita secretaria, lo cual no me ha traído más que cansancio, dolores de cabeza, estrés y muchos problemas con mi mejor amigo.
No sé cuántas veces he tenido que detenerlo para que no salga a reclamarle al capitán alguna que otra cosa sobre mí. Lo peor es que parece que no le importa que lo expulsen, y esa es la razón por la que después de tres días sigo molesta.
Ya es de noche y hace más de dos horas que empezó el toque de queda, por lo que todo está a oscuras, a excepción de la tenue luz que irradia la pantalla de mi teléfono. Mensajeo un poco con mamá preguntándole por Mily, mi hermanita de ocho años, y por su esposo Ethan. Me cuenta cómo va todo por casa y luego me bombardea con preguntas de todo tipo. Me despido después de un rato con la excusa de que debo irme a dormir, pero lo que hago es todo lo contrario.
Salgo de la cama con pasos silenciosos y me encamino hacia la puerta con sigilo para no despertar a nadie. Ni siquiera sé que estoy haciendo, solo sé que necesito un poco de aire fresco después de toda una semana de porquería.
Tengo la fortuna de no toparme con nadie durante el camino, y una vez que estoy fuera, me dirijo al único lugar que no tiene guardia asignada justo hoy; El campo de entrenamiento. Ser la secretaria del amargado también tiene algunos puntos a favor.
Claramente hay reglas que prohíben lo que estoy haciendo, pero si nadie me ve, no tiene por qué haber sanción. Además, la sensación de libertad que percibo nada más pisar la yerba húmeda por el rocío de la noche, no se compara con nada. Levanto la cabeza hacia el basto cielo con los ojos cerrados y luego abro los brazos disfrutando de tan maravilloso momento.
—Usted...
Inmediatamente escucho su voz, hago el intento de soltar un chillido asustadizo; y digo "intento", porque nada más abrir la boca, ya tengo su mano apretujando mis labios, amortiguando cualquier sonido que pueda salir a través de ellos.
Su cuerpo agitado reposa pegado a mi espalda. Siento el calor de su piel y la musculatura dura y resaltada a través de la ropa que nos separa. Su brazo tiene contacto con mi hombro y mi cuello antes de que su mano llegue a mi boca, y el roce de nuestra piel aún por encima de la tela es tentador. Supe quién era inmediatamente escuché su voz, pero el placentero olor de su perfume lo confirma. Lo cual me hace sentir más segura, pero no más tranquila.
—Mmm... mmm...
—Sí, ya me quedó claro que está loca, y lo de irrespetuosa y problemática ni se diga. Pero por favor, ahórrese lo histérica.
Me suelta y no pierdo tiempo en alejarme lo más que puedo de él. El capitán no viste su usual uniforme, lleva pantalones deportivos cortos, camiseta negra y unas vendas que envuelven sus manos y sus muñecas. Además, luce molesto, lo cual no es una sorpresa, solo que esta vez parece que yo soy el problema.
—Capitán, ¿qué hace aquí? —pregunto con un hilo de voz.
—¿No cree que debo ser yo quien le pregunte eso? —avanza la misma cantidad de pasos hacia mí que yo retrocedo.
—Puedo explicarlo...
—Oh, eso me gustaría.
No deja de mirarme como si fuera la causante de su recurrente dolor de cabeza, y eso empieza a ponerme nerviosa.
—Solo venía por un poco de aire fresco ... Es todo...—cometo el estupendo error de mirarlo a la cara, y desearía no haberlo hecho.
Irradia ira, descontento e irritación. Y al ser yo el único ser humano cerca, me temo que soy la receptora de toda su molestia.
—¿Tanto le gusta que la castiguen, recluta?
—No, señor, yo solo quería...
—No me importa lo que usted quiera, me importa lo que yo quiero, y desde luego que no es encontrar a uno de mis estudiantes deambulando en mi maldito tiempo libre. En especial no a usted.
—Oh, eso me queda claro. —gruño bajito empezando a molestarme también.
Entiendo que siempre esté molesto, pero, ¿por qué siempre tengo que ser yo su saco de boxeo? La última semana no he podido dormir más de tres horas por día por su culpa. Se la pasa encargándome deberes y obligaciones que siempre terminan friendo mi cerebro, además del riguroso entrenamiento al que nos somete y las clases de estrategia y emergencia que debo tomar como parte del programa. Y encima de eso tengo que soportar su continuo malhumor y su trato de m****a.
—¿Qué ha dicho?
Levanto el mentón y me enfrento a su gesto malhumorado y lleno de desprecio. Ese que tiene reservado solo para mí.
—Digo que estoy harta de que me trate como lo hace. ¿Por qué tiene que ser tan despectivo, arrogante y despiadado conmigo? ¡Yo no tengo la culpa de lo que sea que le suceda! ... Solo soy una estudiante más, ¿por qué tiene que hacerme la vida imposible?
A pesar de la tenue oscuridad que nos rodea, puedo ver como se le tensan los músculos de la mandíbula. No sé cómo hace para que la ira le bulla por los ojos, pero eso es exactamente lo que percibo mientras me mira.
—Vaya que su discursito sí que es motivador, tanto, que me ha inspirado a empezar su nuevo castigo justo ahora. —empieza a caminar fuera del campo a pasos apresurados dejándome agitada y con la boca abierta por toda la burrada que acabo de soltar. —¿Qué espera? sígame...
—¿Qué lo siga? —me retuerzo los dedos de las manos sin moverme de mi lugar todavía. —¿A dónde?
Sin detenerse, gira la cabeza lo justo para que pueda apreciar su rostro.
—No me haga repetirlo, Evans.
Algo chispotea dentro de mí cuando sus labios pronuncian mi apellido. Es como si tuviera un efecto magnético en mí. ¡Y cómo lo odio! Pero de igual manera, empiezo a seguirlo con el terror haciendo un nudo en mi garganta. —Señor, yo...
—Preferiría que no abra la boca, Evans.
Otra vez siento esa punzada cuando me llama así. Respiro hondo en busca del aire que le falta a mis pulmones, pero mientras más nos alejamos del campo, más difícil me resulta respirar. ¿Por qué de todas las personas que habitan esta base, tenía que ser precisamente él quien estuviera en el campo?
—Capitán, si tan solo me escuchara...
—No me interesa. —sentencia seco.
—Señor... —casi tengo que correr para poder seguirle el paso. —Ya tengo suficiente con la cantidad de castigos que me ha impuesto, ¿puede solo actuar como un ser humano y tratarme a mí como uno?
Se detiene de pronto, y yo como la tonta que soy, termino chocando con su descomunal espalda. Me alejo de inmediato, pero eso no evita que se gire a mirarme con expresión asesina.
Trago saliva, pero tengo la boca seca. El hecho de que no lleve uniforme solo lo hace ver más peligroso, y si a eso le sumamos su temperamento, el resultado vengo siendo yo en un ataúd y tres metros bajo tierra.
—No sabe cómo me enardece que no sea capaz de medir las estupideces que salen de su boca, Evans. —sabe que no tiene que acercarse para intimidarme, pero eso no lo detiene. —En especial cuando soy la persona menos indicada para que se comporte como lo hace.
—Solo recalco su injusticia para con mi persona, capitán.
—Y desde luego que su valentía es tan innecesaria como su imprudencia. —su gesto se torna más sombrío. —No es capaz de medir el peligro, aunque lo tenga bajo sus narices. No quiere usted tentarme a que me aproveche de eso.
No sé qué quiere decir en realidad, pero sí sé distinguir una amenaza cuando la oigo, y eso ha sonado como una.
—Usted no sería capaz, soy su estudiante...
Sus ojos adquieren un brillo retador que contrasta con su expresión enardecida. —Usted no tiene idea de lo que soy capaz, Evans. —habla bajo y pausado. —Y sí, es una advertencia. A veces los perros que ladran pueden llegar a morder.
Retoma la caminata, y yo dejo que se adelante algunos pasos para poder volver a respirar con normalidad. ¿Qué estoy haciendo? Es obvio que solo quiero que esta relación de amo-esclava deje de martirizarme, ¿pero por qué siento que se me está saliendo de las manos?
Lo sigo por largos minutos. No sé a dónde vamos, pero espero que no sea un calabozo. Su temperamento, mi molestia y un lugar cerrado no son una buena combinación. Sin contar, que después de lo que ha dicho me ha dado por saber más sobre esa faceta suya que al parecer le apetece aprovecharse de mi ingenuidad.
Y justo por pensamientos como esos es por lo que necesito mantener mi distancia.
Llegamos a una especie de garaje en el que sorprendentemente no hay algún tanque o helicóptero. Solo hay autos normales, o al menos la mayoría lo son.
—¿Qué hacemos aquí?
—¿No sabe cerrar la boca por más de cinco minutos? —saca unas llaves de su bolsillo mientras minora el paso.
—Discúlpeme por querer saber lo mínimo sobre el castigo que seguramente dejará mi espíritu hecho polvo.
Procede a ignorarme con toda la naturalidad del mundo. Mientras tanto yo batallo con el caos que su existencia le provoca a mi cabeza. No puedo mirarlo porque revivo todos los choques que hemos tenido, los cuales debo aclarar, ninguno es positivo. Pero tampoco puedo dejar de verlo a causa de la incertidumbre que despierta en mí. No es sólo su físico inmaculado, es todo él. Su arrogancia, su actitud déspota y sombría. Su comportamiento tosco y desinteresado. Y su forma de moldear todo a su antojo, como si el mundo no fuera más que una simulación sobre la palma de su mano. Todo él, a pesar de ser un maldito, es condenadamente magnético.
El sonido del auto frente al que está siendo desbloqueado me trae de vuelta a la realidad. Es un Aston Martin negro completamente alucinante. Jamás había estado tan cerca de un auto tan jodidamente caliente, y lo más increíble es que estoy segura de que es un modelo reciente valorado en millones.
—Su castigo. —señala el auto con la cara seria.
—¿Qué quiere que haga? —paso saliva.
—Lavarlo, por supuesto. En el cuarto de allá tiene todo lo que necesita.
—Espere... —hablo aceleradamente. —Pero yo nunca he lavado un auto antes. Bueno, sí, pero no uno así de delicado...
—Es igual que todos, solo que debe tener más cuidado con este si no quiere que le adjudique otro castigo.
—No, espere... ¿De verdad tengo que hacer esto? —señalo el auto.
—¿Le parece que bromeo?
—No señor.
—¿Entonces por qué no empieza?
Suelto un suspiro cansino sin agregar nada. Lo único que logro cuando abro la boca es alargar mis horas de trabajo y disminuir mi tiempo de descanso.
El capitán empieza a alejarse y por instinto alargo el brazo para detenerlo. El problema es que lo hago demasiado rápido y termino tomándolo de la mano. El contacto me quema como si hubiera tomado una braza encendida, pero por alguna razón el ardor es placentero. Su piel es suave en el dorso y rugosa en la palma. La sensación acelera mi corazón con latidos frenéticos e incontrolables.
—¿Qué cree que hace, Evans?
Lo suelto deprisa y me apresuro a tomar una distancia que considero segura.
—¿A dónde va? —pregunto nerviosa por ambas cosas.
Me da una mirada despectiva. —Sí lo que le da miedo es quedarse sola aquí abajo, no se preocupe. No soy tan tonto para dejarla por su cuenta mientras tiene mi auto tan cerca.
—Ya...
Después de la vergüenza que acabo de pasar no tengo nada más que agregar, así que me pongo en lo mío. Encuentro todo lo que necesito en el pequeño cuarto que me indicó y procedo a hacerme cargo de la larga manguera que usaré. Tengo que hacerlo todo yo sola mientras el imbécil lo único que hace es observarme desde un banco con su teléfono en mano.
Lo miro mal más de una vez. Ya me ha dicho que disfruta verme sufrir, y por su mirada de satisfacción envuelta en ese usual gesto serio, sé que no mentía.
Esto es más difícil de lo que pensé. Tengo que tener demasiado cuidado para no faltarle el respeto a su preciado auto. El problema es que no puedo hacer nada con fluidez, y eso me lleva a enredarme con la manguera, la cual, nada más abrir el flujo de agua termina empapándome de los pies a la cabeza.
—¡Dios!
Y como si este fuese el día para que me ocurrieran las cosas más estúpidas, el amargado sentado a varios metros suelta una carcajada estruendosa que me toma totalmente por sorpresa. Ni siquiera lo he visto hacer una mueca en lo que llevo aquí, y de repente lo veo reírse como si le hubieran contado el chiste más bueno del mundo.
—¿Le parece divertido? —grito para que me escuche.
—Evidentemente.
—¿Por qué no se larga y me deja en paz?
Se levanta y hace justamente lo contrario cuando empieza a caminar hacia mí con ambas manos en los bolsillos y pasos pausados. —¿Ahora quiere que me vaya?
—Nunca quise que se quedara. —replico.
—No diría lo mismo si supiera los peligros que asechan este lugar por la noche.
Procedo a mojar el auto para ocuparme con algo mientras se aproxima.
—¿Y no es usted uno de esos peligros? —no lo miro, pero siento sus ojos sobre mí.
—Es por eso por lo que está segura mientras estoy aquí. Nadie se atrevería a hacerle daño si está conmigo.
—Eso no lo excluye a usted, ¿no?
—Veo que sí posee un poco de sentido común después de todo.
Lo siento demasiado cerca, por lo que detengo lo que hago y lo enfrento. —¿Qué? —expreso cortante bajo su mirada inquisidora.
—Debería usar pijamas más gruesos, Evans.
—¿Qué?
Hace un gesto con la mirada hacia mi cuerpo y casi me da un infarto cuando descubro por qué no deja de mirarme; Estoy prácticamente desnuda.
—¡Mierda!
La tela de algodón se me pega como una segunda piel marcando cada una de mis curvas. Se me marca la ropa interior de encaje como si no llevara nada más encima, pero eso no es lo peor, lo peor es que no llevo sujetador y la silueta de mis senos y mis pezones se marcan tal cual por encima de la tela. Sin embargo, es su mirada la que me deja completamente helada.
Sus ojos me recorren entera sin la más mínima moderación. Estoy segura de que no es nada que no haya visto antes, pero la forma en la que me mira se siente demasiado profunda, demasiado real, como si fueran sus manos las que me estuvieran detallando y no sus ojos.
—¿Qué? —me las arreglo para hablar a pesar de la vergüenza. —¿Va a quedarse ahí mirándome como un degenerado o va a darme algo para que me cubra?
—Depende.
El corazón se me acelera. —¿De qué?
—¿En verdad desea que la cubra o qué termine de desnudarla?