Daniel.
Debo tener los nudillos rotos y la piel de las manos laceradas. Solo han pasado dos horas, pero no he dejado de golpear el saco desde entonces. Descansar implica perder la concentración, y perder la concentración significa dejar entrar el caos. En cambio, el ritmo constante de los golpes mantiene mi mente tan ocupada, que es imposible pensar. El sudor corre por todo mi cuerpo, y después de los golpes, mi respiración descontrolada es lo único que puede oírse en todo el gimnasio. La mezcla de los sonidos me resulta agradable. Siento qué, de cierto modo, calman las ansias de mi cuerpo ante la inminente necesidad de violencia. —¿No crees que es muy temprano para estar torturándote? Detengo el siguiente golpe en el aire y cierro los ojos un momento para no dirigirlo al idiota que acaba de interrumpir mi ritual. Me molestan muchas cosas de mi primo, pero sin duda, la que más odio es que me conozca tanto para saber siempre dónde estoy y lo que hago. —Esto no está bien, hermano. —vuelve a decir mientras se acerca despacio. —Tienes razón. Tal vez debería torturarte a ti... Detiene la caminata de pronto, lo sé por el sonido de sus pasos. Estoy seguro que debe estar observándome con cara de preocupación, porque asustado jamás lo he visto. Tiene un don innato el imbécil para hacerse el valiente conmigo. —A veces me asusta tu manera de hablar. —retoma la caminata hacia donde estoy. —Todo suena tan auténtico, que cualquiera pensaría que lo dices en serio... Abro los ojos por fin y empiezo a quitarme las vendas ensangrentadas de las manos. —¿Y quién dice que no?... —Yo. Jamás lastimarías a tu persona favorita. Todavía tengo ganas de reventar algo, y la cara de ñoño que pone Francis parece una buena opción. Desvío la mirada y sigo quitándome las vendas mientras me encamino a las regaderas. —Fui a hacerte una cita con la doctora, pero me han dicho que tienes una programada para la próxima semana. —Ajá... —¿Qué te llevó a tomar la decisión por ti mismo esta vez? —me sigue sin importarle que vaya directo a las duchas. —¿Quieres cambiar el tratamiento? —No. No puedo dormir. —Oh, eso es demasiado obvio. No puedo imaginar qué rayos haces a las 4:00 de la mañana en el gimnasio de la base cuando nunca tuviste que hacer guardia nocturna en tu estúpida y malgastada vida. —se apoya de la pared del cubículo de la ducha mientras me quito la ropa. —Sé que no son solo las pesadillas, Daniel. Le doy una mirada cautelosa, una que denota lo mucho que me interesa hablar del tema. —¿Quieres darme privacidad? Intento darme una ducha. —Sigues investigando sus muertes. —me ignora. —Siempre que retomas la investigación vuelven las pesadillas ... Termino de quitarme la ropa sudada y me meto bajo el chorro de agua fría sin argumentar nada. Mis músculos protestan por el cambio tan abrupto de temperatura, pero esto es exactamente lo que necesito. —¡Joder, lo hiciste! —afirma cerrando el flujo de agua de pronto. —¿Qué haces? —Intentando tener una maldita conversación contigo, pedazo de idiota. —Francis, no estoy de humor para hablar ahora. —Pregúntame si me importa. —no deja de mirarme expectante. No me dejará tranquilo hasta que le diga todo. Quito su mugrienta mano del grifo y vuelvo a abrirlo. —Encontré algo. —digo quieto bajo el agua. El ruido del líquido cayendo sobre el piso ahoga un poco el sonido de las palabras. —Te escucho. —me incita a seguir. —No estoy seguro. Te lo diré cuando lo confirme. —¿Eso es todo? Daniel, ellas murieron hace once años, ¿qué te hace creer que lo que sea que encuentres va a servir de algo ahora? —¡No lo sé! —gruño molesto. —pero no puedo simplemente quedarme tranquilo cuando sus rostros son lo último y lo primero que veo todos los malditos días... —Ya, ya... —me palmea el hombro mojado. —No sé lo que hayas encontrado, pero deberías decirme. Es la única manera en la que puedo ayudarte. Asiento. Eso lo sé. Francis es el mejor hacker qué he conocido. No hay nada que no pueda hacer o encontrar con una computadora, y estoy seguro de qué sería de muy buena ayuda, pero no quiero involucrarlo. Además, no me apetece tenerlo pegado a mi todo el tiempo. —Ahora quiero que me expliques porqué hay una adormilada Evans limpiando la oficina que era de tu madre a esta hora en el edificio administrativo. Eso llama mi atención. Pensé que solo ignoraría mi orden y tendría que volver a castigarla en el campo, pero eligió ser obediente. Quizás no es tan ruda como quiere hacerme ver. Sin saber cómo, pero se me dibuja una mueca de sonrisa casi imperceptible en los labios. —¿De qué te ríes? —lo nota. —Me pregunto por qué todavía no te has ido. ¿Tanto te gusta verme desnudo? —¡No seas payaso! Y no me cambies el tema. Estamos hablando de Evans, Daniel. No se me ocurre a un idiota más grande que tú para hacerle semejante crueldad a la pobre chica. —No es crueldad. Está haciendo su trabajo. —¿Según quién? —Según yo. Es mi nueva secretaria... La cara de menso bromista se le quita en un santiamén. —No, no, no... Tú no vas a hacer eso... —No te estoy pidiendo permiso. —Oye. Te quiero, pero tú y yo sabemos que esto es una mala idea. —cada palabra que dice carga un nivel más elevado de seriedad. —Es una chica audaz, lo reconozco, pero eso no es suficiente. Se quemará, tú lo sabes... —¿Estás insinuando que estar cerca de mí es malo para ella? —me río quitándome el pelo mojado que me cae en la frente. —Sí. —Francis... —Daniel. Sé que mis palabras no son amables, pero hace demasiado tiempo que tú y yo pasamos ese nivel. Deja a la chica fuera de tu radio. Está hablando en serio, y lo peor es que, aunque no pueda ver las razones, de alguna manera sé que tiene razón. —No puedo. Salgo de la ducha y me envuelvo una toalla alrededor de las caderas bajo sus ojos intensos. —¿Qué quieres decir con qué no puedes? —se cruza de brazos. —Tengo que cambiarme. Nos vemos en el entrenamiento matutino, teniente. —Oh no, no he terminado de hablar, capitán... —Yo sí. Empiezo a caminar a los vestidores con su voz chillona de fondo. Sus palabras van desde quejas, amenazas y un interrogatorio absurdo que no tengo ganas de responder. La buena noticia es que se cansa de que lo ignore y se larga. La mala, es que seguirá molestándome hasta dar con las intenciones mejor enterradas que tenga sobre Evans. Pero no hay nada que descubrir. Solo quiero que le quede claro quién manda aquí, y no me interesa si debo hacer que se queme para que lo entienda. Termino de vestirme y voy directo al edificio administrativo. No tengo ganas de hablar con nadie, pero me apetece saber que tan bien puede seguir mis órdenes cierta recluta malcriada. No voy a negarlo, saber que me obedece es bastante satisfactorio. Ignoraba que obligar a alguien a servirte contra su voluntad pudiera sentirse tan bien. Subo los escalones que llevan al segundo piso de dos en dos y luego recorro el pasillo que conduce a la antigua oficina que una vez le perteneció a mi madre. Pero cuando estoy a punto de llegar, mermo el paso asomándome con sigilo. Guardo ambas manos en mis bolsillos y observo por la puerta abierta como la pequeña irrespetuosa organiza unos libros en el estante lateral junto a la ventana. Lleva el uniforme de reclutas, completamente negro. El pelo castaño lo lleva atado en una coleta alta con algunos mechones rebeldes acariciando su frente y parte de sus mejillas. Las cuales me imagino deben estar rojas y calientes debido a la ira que sé que siente por mi causa. Se empina sobre la punta de sus pies para alcanzar los estantes más altos, y es entonces cuando se puede apreciar su silueta esbelta y sus largas piernas bien torneadas. Tiene una figura envidiable, lástima que no pueda decir lo mismo de su comportamiento. —Veo que sabe acatar una orden después de todo. Mi voz al parecer la sorprende, y como no estaba firme, termina desparramando varios libros, y posteriormente cayendo con ellos al suelo. —¡Joder! Me quedo en mi mismo lugar apreciando como se levanta enojada y casi me corta la garganta con la mirada. Si de algo estoy seguro, es de lo mucho que me detesta. —¿Siempre es así de torpe? —le pregunto serio. —No, soy peor, pero me contengo. Imagínese que de pronto se me resbale un arma y le pegue un tiro. —gruñe recogiendo los libros que tiró antes. —Esa boca... —¿Qué? —se endereza mirándome a los ojos. —Ah, no me diga, también va a castigarme por usarla. —No me tiente. —argumento entrando en el espacio. —Conozco muchas formas de hacer que se calle mientras le da un buen uso. Se le abren mucho los ojos y las mejillas se le tornan de un rojo intenso. Luce como si estuviera escandalizada por lo que acabo de decir. Y supongo que no es tan inocente si ha tenido la capacidad de malentender lo que dije. —Y además depravada... ¿Qué haré con usted, Evans? —Sí solo vino a molestar, será mejor que se vaya, capitán. Todavía me queda tiempo para terminar su orden. —aparenta estar molesta, pero la verdad es que luce notablemente avergonzada. Aún quedan unos veinte minutos antes de que inicie la jornada de entrenamiento, los cuales no me apetece pasarlos con la persona más insoportable de toda la base. Pero todas mis cosas fueron traídas aquí, son las mismas que ella está organizando. Tengo trabajo que hacer, pero no puedo echarla hasta que no termine. —¿Qué son esas carpetas? —pregunto conforme me encamino a la silla detrás del escritorio y tomo asiento. Hace caso omiso de mi pregunta y continúa organizando los libros en los estantes. Es una auténtica estatua cuando se lo propone, pero de vez en cuando no puede evitar voltear a verme. Yo en cambio, no disimulo que la miro solo a ella. No me interesa fingir que no lo hago, pero tampoco me emociona que acapare toda mi atención. Cómo ninguno de los dos dice nada, me propongo hacer algo de provecho, así que agarro el computador y trabajo en varios pendientes que tengo almacenados. Pero cada vez que parezco olvidarme de su presencia, ella se asegura de que recuerde que está justo frente a mí. —¿Puede no hacer tanto ruido mientras limpia? —le clavo los ojos demasiado molesto para disimularlo. Además de que no me apetece. —En todo caso puedo irme y puede limpiar usted. —coloca un adorno con más fuerza de lo normal haciendo que el sonido se haga más alto. —Usted decide. —Está cavando su propia tumba, Evans... Se las ingenia para modelar una pequeña sonrisa que no es más que un desafío para mí. —¿Y qué hará al respeto? Fue usted quien quiso que fuera su secretaria, jamás me preguntó si era capaz de ejecutar bien el cargo. La poca paciencia que tenía se me esfuma con solo mirar sus irreverentes ojos. Ya ni siquiera tolero estar más tiempo sentado, así que me pongo de pie mientras su mirada no se aparta de mí. —¿Qué cree que hace, Evans? —doy pasos lentos hacia ella haciendo que retroceda. —¿Acaso cree que esto es un maldito juego? —¿Lo es? —pregunta con evidente intriga. Ignoro su semblante vulnerable y sigo acercándome, a tal punto que empiezo a invadir su espacio. Mientras me aproximo, la diferencia de altura y complexión se hace más notable, lo cual estoy seguro la aterroriza, y yo disfruto. —No. —dos pasos más y la sombra de mi cuerpo la cubre por completo. —Y es por eso que disfruto verla vulnerable, reprimida y acorralada. —¿Cómo puede ser tan miserable? —De la misma forma que usted puede ser tan hipócrita. —el estante detrás de ella detiene su huida, y es cuando aprovecho para acercarme y acorralarla. La respiración se le detiene un segundo, y el acto envía una descarga de adrenalina por todo mi cuerpo. —Disfruto su miedo, Evans... —¿Disfruta de mi dolor y se atreve a llamarme hipócrita? —pregunta con voz débil. —Cada vez que creo que no puede ser más despreciable, usted viene y se supera a sí mismo. —Entonces no lo olvide, y de paso recuérdeselo a su cuerpo caliente y jadeante, parece que ya se le olvidó. —quito un mechón de pelo de su mejilla con delicadeza y luego le dejo ver la verdadera oscuridad que hay en mí a través de mis ojos. Se mira a si misma confundida y luego a mí. Pasan exactamente tres segundos antes de que salga corriendo de mi oficina y me deje con una jodida erección de campeonato. —¡Carajo!