4.

Clara.

Sus ojos son como dos dagas de acero imbuidas con fuego que se arrastran con firmeza por todo mi cuerpo. Quema, y al mismo tiempo me alivia. Su presencia me desespera. Su arrogancia me desestabiliza, y su postura imponente me pone demasiado nerviosa, como si ese fuera su objetivo principal.

Pero si algo aprendí de mi padre, es que nunca debo ceder ante los designios de los demás si para mí no son los correctos. Y quizás me esté equivocando y vaya a meterme en muchos problemas, pero prefiero seguir siendo fiel a mí misma, que cumplir con las expectativas de los demás solo porque para ellos es lo ideal.

—Con todo respeto, capitán, —me paro más derecha tratando de hacerle frente a su imponente figura. —pero no entiendo por qué debería disculparme.

Su gesto sombrío no cambia, más bien se torna más intimidante. Ajusta su peso de un pie al otro mientras me penetra con la mirada.

—Usted no es muy lista, ¿cierto?

—¿Disculpe? —me ofendo.

—No la disculpo...

—No.… no.… no... —levanto las manos simulando un alto. —No me refería a ese tipo de disculpas...

—Es la única que estoy dispuesto a aceptar. —responde tosco.

—¡No voy a disculparme con usted! —dejo claro. Pero las palabras salen de mi boca más alto de lo que planeaba y muchos se nos voltean a ver. —Lo siento, —repito más bajo compitiendo con la fría mirada que sus ojos me dedican. —pero no voy a disculparme por algo en lo que no tuve culpa alguna.

Arquea las cejas, y el acto captura mi atención de inmediato 

—¿No tiene la culpa de comportarse como una irrespetuosa con su superior?

—¡Me estaba orinando! —me defiendo.

—Si esa es su única excusa, recluta, le aconsejo que vuelva a su dormitorio, recoja sus pertenencias y se largue antes de que mi atención recaiga sobre usted de verdad...

Abro la boca sorprendida por su amenaza. ¿Está insinuando que puede echarme?

—¿Me está amenazando?

Sus ojos adquieren un brillo casi sobrenatural, y puedo asegurar que es como si se encendieran con algo.

—Yo no hago amenazas, recluta. —da dos pasos más hacia mí y quedamos a una distancia demasiado corta. Puedo sentir el aire que sale de su nariz cuando respira, y el filo de su mirada casi me corta la piel. —Créame cuando le digo que, si quisiera que se largara, usted ya no estaría aquí. —su voz baja unas cuantas notas, tornándose sombría. —Le sugiero que se disculpe mientras soy amable, porque dudo que la otra opción vaya a gustarle.

Su cercanía, su voz, su perfume y la manera en la que me mira, hacen que por un momento me pierda a mí misma. Otra vez vuelvo a fundirme en su intensidad, en la vibra fría que desprende, y esa aura oscura que empieza a causarme un poco de curiosidad.

Cuando vuelvo a enfocarme, es porque ha retomado la distancia nuevamente.

—No sé lo que espera de mí, capitán. —la voz me sale rasposa, insegura, pero con la fuerza suficiente para que pueda escucharme. —Pero si es esa ridícula disculpa, le aclaro que no va a pasar. No lo estoy desafiando, pero entienda que no puedo disculparme por mostrarme desesperada en un momento vulnerable.

Asiente con el gesto ligeramente molesto, pero sin dar indicios de estarlo. —Treinta vueltas para los demás, y cincuenta para usted. —le hace una señal al teniente Tanner mientras yo me quedo como piedra y sin poder hablar. —Vigílala hasta que cumpla las cincuenta vueltas.

—¿Qué? ... Espera, ¿has dicho cincuenta? —exige saber el teniente.

—Todavía no creo que esté sordo, teniente. Cumpla con la maldita orden y tenga cuenta de cerrar la boca si no quiere hacerle compañía a la recluta.

—Sí, señor... no señor. —el teniente habla con rapidez. —La orden se llevará a cabo tal y como ha dicho.

Ni siquiera me da una última mirada antes de darnos la espalda e irse a no sé dónde. La ira hace que la sangre viaje rápido a través de mis venas, tanto, que siento que voy a explotar. Es un imbécil y un estúpido engreído de lo peor.

—Hey... —el teniente agita una mano frente a mi cara. Ni siquiera era consciente de que seguía mirando la espalda del cabrón amargado. —¿Qué le hiciste para qué se pusiera así?

—Yo... yo no lo sé... —miento. —pero es un idiota. ¿Cómo alguien así puede ser capitán? ... ¡Es que es un imbécil! —dejo caer mi chaqueta al suelo y la pateo con furia. —Si no fuera porque podría perder mi plaza, ya le hubiera dicho sus verdades a la cara...

—Créeme, le hace falta. —sonríe tranquilo. —Pero es el capitán, y tanto tú como yo debemos seguir sus órdenes si no queremos salir peor de esto.

—¿Cómo puede soportar a ese engendro del infierno?

—Es mi primo. —responde con simpleza.

Cierro la boca de golpe tragándome las maldiciones que tenía en la punta de la lengua.

—Yo... lo siento, teniente. —agacho la cabeza avergonzada. —No tenía idea.

—No, no te preocupes. Es bueno que alguien lo ponga en su lugar de vez en cuando. —sonríe como si la situación le pareciera demasiado divertida. —Me agradas... ¿Tu nombre?

—Clara. —digo. —Clara Evans.

Asiente con amabilidad. —Bien, Evans. Es tiempo de que le demuestres a ese engendro del infierno de lo que estás hecha. Ve a dar tus vueltas.

—No queda de otra.

Recojo mi chaqueta y comienzo a trotar hacia la línea de salida. Los demás ya deben ir por su cuarta o quinta ronda, y yo a penas comienzo, pero eso no me desanima en lo absoluto. El recuerdo de su mirada fría y despreciable me alienta, y las ganas de restregarle en la cara que no puede intimidarme me dan fuerzas extras.

Trato de tomar un ritmo suave al principio para no agotar todas mis fuerzas en las primeras vueltas, y menos mal, el plan funciona. Me siento agitada, tengo sed y desde luego que estoy cansada, pero sé que puedo soportarlo.

En la vuelta número veinte, algunos ya van saliendo del campo rumbo al comedor. El sol comienza a calentar, y con ello las cosas se tornan un poco más difíciles. No esperaba que fuera fácil, tener que trabajar más que los demás tampoco lo es, y menos cuando la mayoría empieza a irse y solo quedamos unos pocos; los más lentos, y los castigados. Y resulta, que en esa última categoría solo hay una persona: yo.

En la vuelta número treinta solo quedan dos chicas y un chico además de mí. Y eso es porque se han retrasado. Incluso Ruth, Lorenzo y las chicas ya se fueron. Quisieron quedarse para acompañarme, pero cierto capitán de m****a los echó a todos.

Decir que no lo soporto se queda demasiado corto. Y decir que lo odio es darle demasiada importancia. Lo único que me queda es soportar su mirada de desprecio sobre mí mientras presencia con fascinación la inminente venida de mi muerte.

—Para que vea que puedo ser no “tan miserable", como me llamó, puedo ofrecerle un trato. —la manera en la que camina hacia mí y mantiene su semblante serio me da un escalofrío. —Discúlpese ahora y le perdono las siguientes diecinueve vueltas.

—¿A dónde envió al teniente Tanner? —mis pasos trastabillan al hablar. —Lo prefiero a él de niñero.  

—¿Qué la hace tan osada?

—Usted, desde luego...

Aprieta la mandíbula con molestia. Bien, al menos sé que no soy la única.

—¿Tiene la mala costumbre de ser irrespetuosa con todos?

—No, solo con usted. —hablar me causa más sed, por lo que sigo trotando sin añadir las mil maldiciones que tantas ganas tengo de dedicarle.

—En ese caso, —habla más fuerte para que pueda oírlo. —añádale diez vueltas más a su castigo. Estaré contando desde la banca.

—Espere, ¿qué? —me detengo de golpe y casi me voy de bruces al suelo.

—Lo que oyó. Y le sugiero completarlas, o de lo contrario quedará automáticamente fuera del programa.

El corazón ya lo tenía acelerado por el trote, pero sus palabras le dieron un nuevo ritmo, uno asustado y descompensado. Pensar que puedo perder mi última oportunidad de lograr lo que tanto he soñado hace que el ardor en mis ojos aparezca y me sienta miserable.

—Váyase a la m****a...

—No, allá es donde irá usted si no logra completar las vueltas, recluta.

Dicho esto, solo camina hacia la banca y se sienta mientras destapa una botella de agua con toda la calma del mundo.

Estoy tan enojada, que se me hace imposible detener la humedad que se desliza por mis mejillas. Cierro los puños con fuerza por la impotencia, y quiero gritar de frustración. Pero soy consciente que nada de eso me ayudará a preservar mi lugar aquí. Así que, como puedo vuelvo a incorporarme. Mido mis pasos para llevar un ritmo que se adapte mejor a mis nuevas necesidades, que van en aumento tras cada vuelta que doy. Cada vez siento más sed, me siento más cansada y se me hace más difícil respirar. Pero cuando lo veo sentado en la banca, algo parece encenderse dentro de mí, y de ahí es de dónde saco energías para seguir.

Al llegar a la ronda número cincuenta, quisiera no haber caído tan bajo como para responderle antes, de ese modo ya habría terminado. Pero como no es el caso, sigo trotando bajo el sol ardiente. Mis pasos son cada vez más lentos y mis fuerzas casi nulas. Ni siquiera estoy segura de que pueda ver bien, pero nada de eso me impide seguir. Lo peor de todo, es que en ningún momento sus ojos se apartan de mí. Cada vez que volteo a verlo, él está haciendo lo mismo. No entiendo su necesidad de doblegarme, y la verdad es que no sé si quiero hacerlo, pero lo que sí sé es que no dejaré que lo haga. No le daré el gusto.

—Ronda número cincuenta y cuatro. —cuento bajito arrastrando los pies por el suelo.

La verdad es que me sorprende que aún no me haya desmayado. Las siguientes cuatro vueltas son aún peores, y quisiera tener las fuerzas suficientes para poder llorar ahora, pero ni siquiera eso puedo hacer.

—Ronda número cincuenta y nueve. —susurro casi inaudible al completarla.

Casi diez minutos después, la visión me falla al punto de ver todo negro a mi alrededor. Abro y cierro los ojos tratando de enfocarme, porque me niego a rendirme antes de terminar la última ronda. No luché para llegar hasta aquí y ser denigrada por un capitán de m****a con complejo de dios de juguete. Soy mejor que eso. No va a lograr que me rinda.

Los pies me pesan tanto que caigo al suelo a pocos pasos de llegar a la línea de salida. Las manos me arden, y aunque es difícil enfocar la vista, sí puedo identificar las pequeñas grietas cubiertas de sangre en mis palmas.

Gruño por lo bajo con los ojos cerrados tratando de no ceder al mareo que casi me tira de boca contra el suelo. Lucho con las ganas de vomitar y respiro consecutivamente en busca del aire que necesito, pero nada funciona. Estoy a punto de tirarme en el suelo y echarme a llorar como un bebé, pero en el último momento, abro los ojos y le echo un vistazo a lo poco que me queda para llegar a la meta.

—No soy débil.

Siento tanto dolor que apenas puedo soportar mi propio peso, pero al final logro ponerme de pie. Los siguientes pasos que doy son lentos y debiluchos, pero cada vez estoy más cerca, y eso para mí es suficiente. Cuento los segundos para que esta pesadilla se termine, y con cada respiración forzada, siento que se va un pedazo de mi conciencia.

Veo el cinto azul a pocos pasos de mí, y esos son los últimos que doy antes de tomarlo con mis propios dedos. Ni siquiera lo siento, pero no es necesario.

—Lo logré.

No siento el golpe cuando caigo al suelo y tampoco distingo el momento en el que no veo nada más que oscuridad. Solo sé que lo logré, y me refugio en eso como si fuera el mayor logro de mi vida.

—No debiste hacerlo, pequeña.

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