Capítulo 1

Connor

—Vamos, pequeño... Casi te tengo justo donde quiero.

Avanzaba por el bosque, silencioso y ágil, como el cazador experto que soy. Tenía a mi presa en la mira.

El pequeño en cuestión era un zorro kit —la especie más pequeña de zorros nativos de Estados Unidos. Era alargado, de color arena, más o menos del tamaño de un labrador joven, a medio camino entre cachorro y perro adulto. Demonios, en realidad no se veía tan distinto a un cachorro, con esos ojos grandes y esa lengua rosada colgando mientras jadeaba para recuperar el aliento.

Y agradecí que por fin estuviera jadeando. Llevaba casi una hora persiguiendo a ese condenado por los bosques nevados de Colorado, y ya estaba listo para lanzar el golpe final.

Inhalé profundo, lento, asegurándome de estar bien firme. Era ya tarde, y el sol se colaba en haces inclinados a través de las ramas desnudas de los árboles. Estábamos en pleno invierno, con la nieve todavía cubriendo el suelo. La temperatura había subido apenas por encima del punto de congelación, así que la nieve se derretía en charcos cristalinos que se acumulaban en las depresiones del suelo del bosque.

Mi presa tenía la vista puesta en uno de esos charcos. Se acercó con cuidado, pisando con patas negras —esas mismas que captaron mi atención y me confirmaron que era justo el ejemplar que llevaba tiempo esperando. Al llegar al borde del agua, bajó su cabeza peluda y angulosa, y comenzó a beber con rápidos movimientos de su lengua.

Esto no podría ser más perfecto, pensé. Alcé el brazo, con el ojo puesto en la mira. El zorro seguía bebiendo, completamente entregado, y yo estaba listo para hacer mi jugada. Contuve la respiración lentamente, asegurándome de mantener el pulso estable, alineé el disparo.

Quédate así. No te muevas ni un milímetro.

El ángulo era tan perfecto que me costó no sonreír, conteniendo el impulso de levantar la mejilla y arruinar la alineación. Me mantuve serio y con mucho, mucho cuidado, presioné el disparador.

Click-click-click.

El obturador de la cámara sonó una, dos, tres veces. Tomé foto tras foto, capturando al zorro kit en plena acción. Siguió bebiendo, y me aseguré de conseguir algunas imágenes con su lengua afuera, sus patas negras recogidas bajo su cuerpo elegante.

En mitad de una toma perfecta, escuché un crack en la distancia cercana. El zorro alzó la cabeza de inmediato, alerta. Pero yo era demasiado profesional para dejarme distraer. Mantuve la cámara enfocada en él, disparando una y otra vez mientras lo capturaba huyendo hacia la seguridad del bosque.

Mientras lo veía correr, mi visión se volvió borrosa. El zorro se convirtió en una mancha marrón y difusa, mi vista tan nublada que ya no distinguía ni sus patas.

—Joder...

Me incorporé, dejando que la cámara colgara de la correa atada a mi cuello. Me quité los guantes —el aire frío me mordía la piel— y me froté los ojos.

Sabía que no serviría de nada. Hacía meses que mis ojos se ponían raros así, y lo único que los mejoraba era el tiempo. A mi alrededor, la escena se volvió un caos borroso de blanco y verde. Me giré y me senté sobre el tronco caído de un álamo que había usado como cobertura.

Pasaron los minutos... y nada. Mi visión seguía nublada. Parpadeé una y otra vez, tratando de enfocar.

Vamos, vamos. Si muero en mitad de un bosque, ciego y tambaleando…

En cuanto el pensamiento terminó, parpadeé una vez más y la visión volvió. Poco a poco, la neblina visual se fue desvaneciendo, como si alguien estuviera bajando el volumen de una radio. Todo se hizo más claro, hasta que pude distinguir cada detalle del bosque a mi alrededor, incluso las gotas de nieve derretida colgando de las ramas.

Me puse de pie y cerré el cierre de mi chaqueta Canada Goose, preparándome para el frío. Parpadeé algunas veces más para asegurarme de que ya veía bien, y una sonrisa satisfecha se dibujó en mis labios cuando comprobé que sí. Antes de pensar en mis próximos pasos, el teléfono vibró en el bolsillo interior de la chaqueta. Lo saqué tras abrir un poco el cierre. El mensaje en pantalla era de Jacob, mi hermano.

—¿Puedes pasar a buscar unas pizzas?

Sonreí, me quité el guante derecho con los dientes y escribí la respuesta:

—Solo si esta vez te acordaste de pedir una con todo.

—Como si lo fuera a olvidar ;) ahora traé ese culo de vuelta —los chicos te extrañan.

Le mandé un emoji de pulgar arriba, volví a guardar el teléfono en el bolsillo, cerré el abrigo y me puse el guante. El bosque a mi alrededor era una belleza. Podría haber pasado todo el maldito día contemplando el paisaje de las Rocosas. El cielo estaba lo suficientemente claro como para distinguir los picos gris pizarra de las montañas a lo lejos, y no podía dejar de pensar en subir hasta allá y sacar fotos desde la cima.

Mi estómago gruñó, dándome su opinión sobre el asunto de las pizzas. Las barritas de proteínas que había estado comiendo desde la mañana ya no hacían efecto. Algo caliente y lleno de queso sonaba glorioso. Coloqué la tapa al lente de la cámara y empecé el descenso por la ladera de la montaña.

Unos veinte minutos después llegué al fondo, y con la temperatura en descenso y la nieve derretida volviendo a congelarse, tuve que ir con cuidado. Para cuando estuve abajo, el cielo azul se había esfumado y las nubes eran oscuras y grises.

Al llegar a la F-150 que había alquilado para mi estadía, encendí el motor, subí la calefacción y prendí la radio. La emisora local de música country explotó por los parlantes, arrancándome una sonrisa. No era muy fan del género, pero últimamente ya no me molestaba tanto.

Mientras conducía, mis pensamientos volvieron a la visión borrosa que me había tomado por sorpresa. Había empezado hace años, más o menos cuando estaba en Estados Unidos, cuando Da tuvo el derrame. No era el tipo de hombre que le temía a algo —no podías estar en mi línea de trabajo si lo eras— pero la idea de que algo le pasara a mi vista me obligaba a pensar con claridad. Después de todo, si perdía los ojos... perdía mi carrera.

Después de treinta minutos de conducción, llegué a los suburbios de Denver, donde vivía mi hermano Jacob con su esposa Danielle y sus mellizos, Jack y Jennifer. Aunque llamarlos “suburbios” no era del todo correcto. La zona era la mezcla perfecta entre lo urbano y lo rural, con caminos que se ramificaban hacia propiedades apartadas que luego llevaban de regreso a pequeños centros urbanos que me recordaban a las aldeas rurales de Irlanda donde Jacob y yo habíamos crecido. Y si querían un poco de acción de ciudad grande, Denver quedaba a un corto trayecto.

Seguí el GPS hasta Gio’s, su pizzería favorita. Después de una parada rápida, volví al auto con cuatro pizzas grandes en el asiento a mi lado, los deliciosos aromas llenando el aire.

Diez minutos más tarde, ya estaba en el camino sinuoso que conducía a la casa de Jacob y Danielle. Las ramas de los árboles formaban un dosel sobre el camino, y el bosque eventualmente se abría para revelar una enorme casa de tres pisos estilo chalet, con las montañas al fondo dándole una cualidad pintoresca perfecta, como un hermoso refugio suizo en una estación de esquí.

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