Rosa examinó el brazalete, arrebatándoselo a Salvador para juguetearlo entre sus dedos.
—La imitación es mejor que la mía, aunque jamás me atrevería a usarla en público —dijo con desdén—.
—Las falsificaciones extranjeras sí que son distintas... ¡Qué tacto!
—¿O acaso eres tú Helina? ¿La legendaria señora Gustavo?
Estallaron las carcajadas.
Para ellos, la idea era absurda.
Gustavo era un genio financiero global, implacable en los negocios.
Yo, en cambio, era la desechada que Salvador abandonó en el registro civil.
Imposible.
Rosa balanceó la pulsera en su índice:
—Véndemela. Te pagaré el doble.
Temí que la rompiera:
—Devuélvemela. Es un regalo de Gusta—
Una bofetada me cortó la palabra. El impacto me hizo girar la cara. Sangre y un sabor metálico inundaron mi boca.
—¡Cállate! —rugió Salvador.
Sus ojos ardían de furia:
—¿Te atreves a usar el nombre de don Gustavo? ¡Mentir sobre él podría arruinarme!
Sus amigos se alzaron como avispas:
—¡Recibir a la señora Gustavo es un privilegio que nos costó conseguir! —gritó uno.
—La empresa de Salvador fue comprada por él. ¡Dependemos de su favor!
—¿Quieres destruirnos con tus mentiras?
Limpié la sangre del labio. Al alzar la vista, Salvador retrocedió un paso ante mi mirada gélida.
Rosa, celosa de su reacción, me señaló con veneno:
—Víbora ingrata —escupió—. Salvador te ofrece refugio y así pagas.
—Tu rencor lo lastimará.
Reviví los últimos tres años.
Siempre distorsionaba mis palabras ante él.
Al principio, Salvador la reprendía.
Luego, se unía a sus acusaciones.
Como ahora:
—Celosa patética —masculló.
Pero esta vez, no continuó.
Tras un silencio, sacó un cheque de 200.000 dólares:
—Por nuestro pasado, te ayudaré —dijo con aires de magnate—.
—Cómprate ropa decente. Si no quieres cuidar niños, te buscaré un trabajo digno.
—Desde que don Gustavo compró mi empresa, esto es nada.
Su caridad me revolvió el estómago.
Ante el asombro general, rechacé el cheque, arranqué el brazalete de las manos de Rosa, y sonreí:
—No acepto cosas de extraños, señor Rey.
Ignoré su rostro lívido y me di la vuelta.
No había avanzado tres pasos cuando su mano férrea me detuvo:
—¡Espera! —su voz gélida cortó el aire—. ¿Crees que esto termina así?